Miguel Ángel Ordóñez
En 1941, Dudley Nichols adaptaba al cine una novela corta de Vereen Bell publicada por capítulos en el Saturday Evening Post un año antes. El resultado, “Swamp Waters”, suponía la primera película americana del gran director francés Jean Renoir, exiliado en el país desde 1940, tras huir de la guerra desencadenada en Europa. No puede decirse que la experiencia fuera agradable para el realizador de “La Regla del Juego”. Su meticuloso plan de rodaje, su lentitud para extraer del paraje, el pantanoso parque natural de Okefenokee en Georgia, los planos más adecuados, su empeño en repetir una y otra vez escenas a la búsqueda de matices enriquecedores, respondían a una forma de entender el cine que la 20 C.Fox no estaba dispuesta a costear. A pesar de los cortes a los que fue sometida, “Aguas Pantanosas” traspasa las convencionalidades de su propio argumento: la historia de un hombre, injustamente condenado por un delito que no ha cometido, que se ve obligado a vivir en un paraje inhóspito, olvidado por la civilización. En manos de Renoir, la obra es no sólo un canto a la naturaleza salvaje, retratada a través de composiciones pictóricas que responden a la pasión paisajística heredada de su padre, August, y puesta de relevancia en obras precedentes como la breve “Una Partida de Campo”; sino que también es el crudo retrato de un pueblo de la América más profunda dominado por los prejuicios, los deseos elementales, la injusticia y la avaricia. A pesar de no llegar a extraer todo el “picante” de su magnífico elenco de actores (Ward Bond, Walter Brennan, un poco creíble Dana Andrews o una jovencísima Anne Baxter), jamás sabremos si Renoir hubiera sido capaz de firmar una nueva obra maestra -los últimos años de la década de los 30 es, sin duda, una de sus etapas más fecundas y sugerentes- de mediar una mayor comprensión por parte del estudio.
Dominados por la sensación de que la dirección del francés no llegaba a explotar adecuadamente las posibilidades románticas de la trama, los ejecutivos de la Fox deciden, once años más tarde, producir una nueva versión de la novela de Bell que entregan a la dirección de un artesano reconocido como Jean Negulesco. Los cambios en el guión se suceden y así, en aras a que la trama amorosa gane fuerza, inyectan más glamour a la hija del fugado, la indómita Jean Peters que a diferencia de una Anne Baxter especialmente pueblerina, parece preocuparse en todo momento por el volumen de su pelo, haciendo que sea ella la que cautive con su personalidad al bisoño Jeffrey Hunter. Walter Brennan repite, sorprendentemente, en el papel del hombre injustamente condenado a vivir en el pantano. La adaptación de la novela, a cargo de Louis Lantz parece obviar las subtramas más interesantes acentuadas por su precedente, haciendo convivir a la Peters con su padre y borrando de un plumazo la turbia figura de la madrastra del joven Ben (Dana Andrews en la versión de 1941), que en manos de Renoir lograba desatar más de una pasión oculta gracias a su poco disimulada insatisfacción sexual, casada con un hombre mucho mayor que ella. Bajo la plana dirección de Negulesco, este “Lure of the Wilderness” es un producto sumamente convencional que se limita a recrearse en las posibilidades fotográficas del Okefenokee –en aquella época sumido en la especulación debido al crecimiento de urbanizaciones privadas en sus alrededores- y que lejos de la clara confrontación a la que nos enfrenta Renoir entre una naturaleza sabia y una humanidad indigna, apuesta tibiamente por la restitución no de la dignidad del injustamente acusado, sino de la de toda una generación que se ve obligada a purgar los pecados de sus antepasados.
Tras la obtención consecutiva de dos Oscar, Franz Waxman, en la cima de su carrera y ya como “freelance”, colabora de manera consecutiva en sendos proyectos de la Fox dirigidos por Negulesco. No es la primera vez que se las ve con el director rumano. Aún bajo contrato con Warner, Waxman había realizado uno de sus mejores trabajos en “Humoresque” (1946). Aquí, además de componer música propiamente cinematográfica, había escrito dos famosas piezas que pasarían a engrosar rápidamente su repertorio clásico: la “Love Music from Tristan and Isolde” y la “Carmen Fantasie” (que al año siguiente adapta para trompeta y orquesta), basadas en las obras de Wagner y Bizet respectivamente. Con una trama que gira alrededor de un violinista que tiene que elegir entre su pasión por la música y su amor por una absorbente mujer, Waxman se las arregla para que la Warner contrate a su amigo Jascha Heifetz, un virtuoso violinista, quien finalmente y por problemas económicos (el estudio se niega a aumentarle el sueldo) es sustituido por un talento en alza, el joven Isaac Stern, que además de interpretar los solos de violín, asume todas las digitaciones que vemos hacer a John Garfield en pantalla.
De los dos proyectos consecutivos encargados a Waxman por la Fox, “Phone Call from a Stranger” es el primero de ellos. Bajo la dirección de Negulesco y la producción y guión de Nunnally Johnson, el compositor de “Sunset Boulevard” construye un score vigoroso y dramático como retrato de un hombre que, a punto de separarse y tras sobrevivir a un accidente aéreo, se ve en la obligación de visitar a los familiares de cuatro compañeros de viaje que han perdido la vida. En su concepción, algunos de los elementos musicales de “Phone Call from a Stranger” reaparecen claramente en “Lure of the Wilderness”, rodada justo a continuación. La utilización de cuatro notas como identificador de la amenaza, de los peligros de trasfondo psicológico a los que se enfrenta David Trask (Gary Merrill) en el viaje que inicia a ninguna parte, se van a ver también asociadas a los riesgos que afronta Ben Tyler (Hunter) cuando se adentra en el pantano, a las serpientes mocasín, los caimanes y las arenas movedizas. Esa asimilación de conceptos, también abarcan al timbre empleado. La utilización por parte de Waxman de un novachord (rudimentario sintetizador) acompaña tanto los miedos ocultos del actor principal de “Phone Call from a Stranger” como el recorrido incierto que a través del salvaje e inhóspito Okefenokee realizan los protagonistas de “Lure of the Wilderness”. Con el establecimiento de un diversificado empleo de cuadros sonoros, de una estratégica jerarquización en los timbres, Waxman construye un inteligente score (presentado a través de siete largas suites por el sello Varèse) que a pesar de potenciar el convencional desarrollo de la trama, logra sembrar de inquietud y desasosiego el viaje iniciático afrontado por Ben, contribuyendo a crear un amplio abanico de elementos dramáticos que parecen ir más allá de los tibios planteamientos del guión.
Si el pantano se ve asociado a una música primitiva y amenazante, extraña y singular, anclada sobre la exploración de timbres exóticos y graves (“Cry of the Swamp”) –en ese sentido es un claro precedente de la magistral “The Naked Jungle” de Amfitheatroff-, donde incluso toman forma violentos ejercicios de estilo resueltos a través de un tejido musical de musculosa fiereza rítmica (el inicio de “The Great Adventure”); el pueblo a sus orillas, germen de la intolerancia, tiene un irónico y convencional tratamiento localista y de raíz coplandiana (a partir del minuto 4.31 de “Cry of the Swamp”, o en los primeros compases de “Cottonmouth”), emergiendo equiparado a un idílico paraje sureño bajo acordes al banjo y la flauta. Esa es, sin duda, una de las decisiones más discutibles del score, más aún cuando Waxman asocia el mismo color al evadido Jim Harper (Brennan). Así, el discurso de Ben sobre su tumba vacía o la reaparición del personaje se ven identificadas con el uso del banjo (a partir del 1.53 de “The Stars”), estimulando una cierta añoranza, la vaga sombra del recuerdo, de su vida pasada en el pueblo, lo que no deja de ser una contradicción con el actual discurso naturalista que esgrime y restar fuerza a su ansiada rehabilitación personal.
Y es que el verdadero leitmotiv de este “remake” lo conforma el triángulo amoroso establecido entre el joven Ben Tyler, su pretendiente, la insidiosa Noreen McGowan, y la honesta Laurie Harper. Para ilustrarlo, Waxman acude a dos melodías, una para cada rival femenina, que funcionan de manera antagónica. La de Laurie (presente a lo largo de la obra, se disfruta en su esplendor en “Laurie”), aparece imbuida, mimetizada, sobre los acordes de presentación del pantano (así es mostrada en los main titles con los que arranca el corte “Cry of the Swamp”), un motivo de nueve notas que aunque irrumpe rodeado de disonancias, adquiere un tono decididamente romántico a medida que la trama progresa (en la edición, ese cambio de rumbo se hace más intenso desde “The Blue Dress”, minuto 2.51, hasta el final). Para Noreen, en cambio, Waxman incide sobre la acción con una melodía convencional de tenue sabor sureño (la escuchamos a partir del minuto 2.01 en el corte “Cottonmouth”). Con ello, parece querer vincular la atracción meramente sexual que hacia el personaje siente Ben con la lascivia que parece arrebatar a los habitantes del pueblo (al menos, esa es la sensación que nos queda como espectadores tras asistir a su larga escena de baile), enfrentar el deseo (la civilización) al amor verdadero que representa Laurie (la naturaleza).
La saturación musical de la que hace gala “Lure of the Wilderness” –la música campa a sus anchas por todo el metraje- juega en contra de su correcta proyección sobre los personajes y no ayuda a mantener el discurso narrativo en la dirección adecuada. Aunque ese defecto estaba ya presente en la versión de Renoir, con partitura a cargo de David Buttolph y con el misterio y la ambientación sureña como principales ingredientes, hay que decir en favor de Waxman que su máximo logro, partiendo de este condicionante, es eludir la saturación a través del manejo de la intensidad. La aparición en primer plano de un variado elenco de instrumentos solistas, la vocación camerística con la que afronta gran parte del subrayado musical, mitigan el exagerado recurso de acudir a la música para tapar los agujeros narrativos que se divisan en esta adocenada producción. Copada gran parte de la cinta por un desarrollo desangelado y poco creíble del triángulo amoroso, a pesar de la atrevida visión que ofrece Waxman del inhóspito Okefenokee, éste por sí solo es incapaz de levantar un producto que acaba devorado víctima de su propia debilidad e inconsistencia.
27-abril-2009
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