Miguel Ángel Ordóñez
El cine americano está repleto de fábulas extraordinarias, de emocionantes historias de superación. Retratos de una cotidianeidad vivida al extremo, donde con la misma grandilocuencia que se ama y se muere, uno se ve rodeado de metáforas doradas y reflexiones profundas. A veces, estas películas nacen con el sello del Oscar a cuestas por la visión conmovedora que realizan de un acontecimiento insólito: el nacimiento de un personaje único y excepcional, cuya vida se desarrolla a través de épocas dominadas por los cambios sociales. Si esa fórmula le valió un Oscar al guionista Eric Roth con la edulcorada “Forrest Gump”, la ironía y contención del cada vez más clásico y sobrio David Fincher pueden privarle de otro cantado con este “The Curious Case of Benjamin Button”.
Mil metros por delante de la adocenada propuesta de Zemeckis, la principal directriz de Fincher pasa por encontrar, como un fino escultor, el equilibrio perfecto entre la desmesura de los insólitos hechos narrados y la discreta emoción contenida en el plano sostenido de una mirada, evitar los excesos para ganar en autenticidad. No siempre lo consigue. En primer lugar, no deja de ser un error que el director de “Seven” pretenda engrandecer cada momento vivido por el personaje hasta el punto de provocar la desigual atención del espectador, o que éste, consciente de enfrentarse a una cinta cuanto menos pretenciosa, le cueste asimilar su paroxística belleza, filtrada plano a plano con esmero (el formato digital contribuye a esa fotografía de tintes mágicos a cargo de Claudio Miranda). Sin embargo y por momentos, uno siente asistir a una sesión de cine en su estado más puro, fruto del enfrentamiento de una serie de planteamientos contradictorios. De este modo, Fincher parece luchar por convertir el “apasionado” guión de Roth en una película honda y reflexiva, la frágil y fútil belleza de una mariposa en una obra arquitectónica de resonancias milenarias. Un esfuerzo más que loable que esconde, pasado un tiempo y como el buen perfume, el elixir de la emoción.
Uno de los principales baluartes para que la historia encaje dentro de los límites de la contención es el diseño conceptual aplicado por Alexandre Desplat a la música. Ésta no parece asumir una dirección precisa, ni jamás cae en los clichés de género cuando la cinta se desplaza a lo romántico y lo épico. La música tiene esa facultad de parecer, sin serlo, la misma todo el tiempo. Es el color, el timbre, lo que varía dependiendo de las escenas, a las que sin duda otorga una luz propia y reveladora. Moviéndose entre patrones repetitivos, Desplat crea un amplísimo muestrario de temas y motivos que funcionan en una vertiente leitmotívica muy tenue de cara al espectador (sin embargo, internamente se ejercitan como un mecanismo de relojería). Lo importante no parece ser la especificidad que se otorga a una melodía respecto de otra, sino que en su armonización Desplat acuda a una especie de “impresionismo abstracto” (con los “Nocturnos” de Debussy en el horizonte, nada extraño si tenemos en cuenta la filiación francesa del compositor) donde la ornamentación, el sutil juego de contrapuntos y timbres, se erige en el elemento principal para la creación de una atmósfera de empatía hacia unos personajes que se observan tras la fina capa de un cristal de murano, a esa tenue distancia que permite desdramatizar sus intensas emociones.
Aunque los temas creados por Desplat no son, en su mayoría, reconocibles a primera vista por el espectador, obviando con ello y en cierto modo el juego de las dobles lecturas, sí que consiguen trasmitir una idea clara: la inocencia de Benjamin. El mundo que le rodea, esa vida al revés a la que se enfrenta y la muerte con la que convive desde pequeño (es criado en un asilo de ancianos), son meros eufemismos tamizados por la visión ingenua y nostálgica que se nos ofrece de su propia existencia (de tal forma que la historia pronto gira hacia el cuento de hadas, hacia la fábula alegórica). El maravilloso articulado temático de Desplat otorga una coherencia al conjunto que va mucho más allá de la improvisada frialdad que provoca la intencionada monotonía de sus patrones rítmicos. Es menester detenerse en la riqueza de la propuesta.
Desplat construye el “tema de Benjamin” (“A New Life”, “Alone at Night”, “Love Returns”) a través de una melodía que funciona en dos direcciones: se presenta hacia delante para exponerse en la segunda parte del tema hacia atrás, reproduciendo la vida que al revés del resto vive el protagonista. Esta va a ser una de las constantes de la partitura. Muchos de los temas ofrecen una diáfana visión de los personajes llegando Desplat a acudir a cualidades onomatopéyicas para, ironizando con una impronta de corte desnaturalizador, vincular la cinta al fantástico (y de paso acercarse a esos cuentos de Burton, “Eduardo Manostijeras” o “Big Fish”, con los que comparte espacio), en pocas palabras para incidir en la condición de personajes de ficción de sus protagonistas. Si el tema de Benjamin adopta la forma de una nana, el “tema del Sr. Gateau” (“Mr.Gateau”), el creador de ese reloj que preside la estación y cuya quimérica función pasa por arrebatar a la muerte los seres queridos, reproduce el sonido de sus manecillas. Del mismo modo, el “tema del padre” (“Mr.Button”) describe tanto la urgencia por desembarazarse de lo que considera un ser monstruoso, como la propia naturaleza circense e inhumana de la criatura, o el “tema de Oti” (“Little Man Oti”), el pequeño africano que deslumbra a Benjamin con sus historias imposibles, describe a la perfección, a través del exotismo de sus percusiones y el uso del viento, a este extraño aventurero que descubre a Benjamin un sorprendente mundo tras las puertas del asilo.
El posicionamiento del protagonista respecto del amor, su descubrimiento, arranca parte de los mejores momentos del trabajo del francés. Por un lado, el “tema de Elizabeth Abboth” (“Love in Murmansk”), la reprimida esposa del Ministro en jefe de la Misión Comercial británica en Murmansk (Tilda Swinton) que se convierte en el primer amor de Benjamin, emerge en formato de vals dominado por el peculiar timbre del cimbalom. También en el “tema de Daisy” (“Meeting Daisy”, “Benjamin and Daisy”), la mujer que compartirá la vida del protagonista hasta sus últimas consecuencias, Desplat adoptará el mismo estilo vienés, adquiriendo esta vez, en especial con el inicio de su carrera como bailarina en Nueva York, un aire Duke Ellingtinesco que potencia la sensualidad de sus movimientos (esa preocupación especial por el timbre, amén de aportar información sobre las localizaciones de la historia, queda al descubierto, por ejemplo, en la sustitución a la Iglesias de las trompas por saxos). Sin embargo, el tema no describe el amor de la pareja, no apela a su consumación, a una plenitud, sino que se limita a identificar al personaje de Daisy y a expresar tanto las emociones que ésta provoca en Benjamin como el amor, incluso maternal, de aquella. El verdadero “tema de amor”, quizás el único que premeditadamente traspasa la esfera de la contención emocional para ejercer una función manipuladora, será aplicado por el compositor en dos ocasiones a lo largo del score y, aquí radica su genialidad, como derivación de una idea “abstracta” presentada superados los dos tercios del metraje: tras confesar su paternidad, el Sr. Button conduce a Benjamin a su casa para conocer a través de fotografías a su madre biológica. La historia se acompaña de un relato donde el padre le comenta porqué se enamoró de esa mujer y quiso vivir con ella el resto de sus días, describiendo al joven lo que significa el amor. Expuesto el tema a piano, Desplat introduce una sutil variación (la melodía es la misma pero su armonización casi contrapuesta, jugando con modos mayores y menores, lo que lo hace aún más interesante) para aplicarlo al momento en que se consuma el amor de Daisy y Benjamin (“Nothing Lasts”), así como lo reutiliza trascurridos varios años, tras la separación de ambos y con la vida de Daisy rehecha, para un nuevo encuentro sexual en un hotel.
De esta manera, Desplat reserva a la creación de ciertos leitmotivs una función de cohesión interna, un espacio sobre el que erige la solidez de su discurso. Establece una serie de motivos que no derivan de la mera condición de “personaje”, sino que representan las consecuencias de los actos llevados a cabo por éstos, ideas genéricas que conforman un último nivel en el entramado de mágicas conexiones diseñado por el francés. Por un lado, el maravilloso “tema de la liberación/aceptación” (“Sunrise on Lake Pontchartrain”), servirá para identificar la figura del padre y el perdón definitivo que Benjamin le otorga antes de morir. No es extraño que Desplat recurra hábilmente a un fraseo del mismo cuando a punto de dar a luz Daisy, Benjamin pasee nervioso por la habitación sumido en las dudas sobre la “condición normal” de su hija; el miedo al rechazo, la aprobación futura de la figura paterna vuelve a un primer plano gracias a ese sutil subrayado. La aceptación no alcanzará su plenitud hasta la aparición del que podemos denominar como “tema de la revelación” (“Postcards”), empleado por Desplat para conectar el presente y el pasado: la historia es narrada a través de la lectura del diario de Benjamin que Caroline (la hija) hace a Daisy en su lecho de muerte. El tema servirá no sólo para revelar la paternidad a Caroline (Julia Ormond) sino que logrará conectar fuertemente, con el emocionante alargamiento de sus notas, ambas vidas y ambos roles.
En una maniobra de marketing poco habitual en Estados Unidos, la edición se presenta con un segundo cd que recoge los diálogos más importantes de la película y la “source music” que acompaña al protagonista a lo largo de sus más de 80 años de vida (desde música para big band a temas de Louis Armstrong o The Platters). Utilizando el piano como hilo conductor de la historia, la música de Desplat se disfruta con verdadera plenitud acompañada de la imagen, a la que otorga una nueva y profunda dimensión. Obra sutil y rica en matices, a través de ella Desplat nos conmina, poéticamente, a sentir la emoción oculta tras los detalles, incidiendo en subrayar con idéntica pasión la aparente fragilidad que se esconde tras el aleteo de un colibrí o la inevitable muerte que acecha cuando la vida es aún un rayo de luz luchando por abrirse camino entre las nubes.
29-enero-2009
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