Miguel Ángel Ordóñez
Para Alfred Newman la década de los 50 había arrancado con una sensible disminución en sus tareas de compositor para la Fox, mientras la compañía se lanzaba a una labor de frenética producción y distribución que multiplicaba la atención que el músico de Connecticut tenía que dispensar a su faceta de director musical (en 1953, la Fox produjo 34 películas y distribuyó casi el doble, producción que se vería reducida un tercio en los dos años siguientes, lejos de la bonanza alcanzada en la década anterior). Junto a su trabajo no acreditado en “How to Marry a Millonaire” (la adaptación de la famosa pieza “Street Scene” compuesta para la película homónima de 1931 y que sirve de presentación del Cinemascope) y su contribución al extraño musical de Leisen “Tonight We Sing”, biografía imaginaria de Sol Hurok el primer gran empresario de artistas en América, Newman dedicó 1953 a levantar la considerada generalmente como su obra maestra, “The Robe” (primera película en rodarse íntegramente en aquel formato), corolario de su especial sentido dramático para la música de vocación espiritual y religiosa (recordemos antecedentes tan magníficos como “The Song of Bernardette”, “The Keys of the Kingdom” y “The Razor´s Edge”, o la ulterior “The Greatest Story Ever Told”).
Pero todavía en 1953, Alfred Newman se vería en la necesidad de afrontar un nuevo proyecto aprovechando los descansos de su trabajo en “The Robe”: “The President´s Lady”. Traducida por estos lares como “La Dama Marcada”, la cinta realiza un retrato de la figura del séptimo presidente de los Estados Unidos, Andrew Jackson (Charlton Heston), el primero elegido por sufragio universal. Sin embargo, la verdadera protagonista de la historia es su esposa, Rachel Donaldson (Susan Hayward), quien asume la narración a través de episódicas intervenciones en voz en off (lo que era una genialidad en “Sunset Boulevard” aquí parece fruto del descuido, ya que el personaje finalmente muere sin que muchos espectadores reparen en la incongruencia propuesta por el director). La trama (cuyo conocimiento es importante para el posterior análisis musical) hace hincapié en una historia de amor marcada por las dificultades: Rachel se separa de su marido, Lewis Robards (Whitfield Connor), después de descubrir la relación que éste mantiene con una esclava. Tras conocer a Andrew Jackson, del que queda enamorada, huye de su marido y se establece en suelo dominado por los españoles. Allí crecerá su amor por el futuro presidente y conocerá de la propuesta de divorcio de Lewis. Abiertas las puertas a la felicidad, Rachel se casa con Andrew, pero la tranquilidad de la pareja dura poco ya que de regreso al hogar descubren que el divorcio nunca llegó a ser efectivo. Rodeada de un puritanismo atroz y presionada por la sociedad de su tiempo, Rachel contrae matrimonio por segunda vez con Jackson. Sin embargo, no será suficiente y deberá aguantar, hasta su muerte, los chismorreos de sus convecinos, la mano acusadora del adulterio.
Si algo destaca del estilo musical de Newman, que no deja de ser deudor del de Steiner, es su tendencia a lo operístico (su “sello” es prolijamente lírico, dramático y muy expresivo), por aplicar un método centrado en el uso de leitmotivs y de contrapuntos como ejes sobre los que discurre la narración. Continuando esa senda, “The President´s Lady” se presenta como un score de vocación monocromática (la omnipresente cuerda), que logra trascender esa idea a través de un inteligente uso de motivos que funcionan como contraposición a esa representación básica o central. Esto es lo que le otorga su verdadera singularidad a la obra: el corazón de la narración musical, aquello que acaba por conferirle una extraña fuerza, estriba en la aparición de una sucesión de motivos que tienen su razón de ser en tanto que otorgan una superioridad, no sólo por la mayor aplicación sino por su claro contraste, al tema principal (de forma que percusiones, maderas y cuerdas emergen como armas que aspiran a una posición de supremacía, donde cada color representa un universo escénico que nace anclado en la perspectiva individual de su protagonista, Rachel). Ese contrapunto, que no aflora a un nivel armónico sino temático y tímbrico, tiene sentido en tanto realza el uso obsesivo del leitmotiv principal (potenciando de paso los réditos emocionales que pretenden obtenerse con su aplicación). Así, nos enfrentamos a un simple motivo de cuatro notas que arranca como “tema de Rachel” (subrayando la aparición de la voz en off) para pronto asociarse a su amor por Jackson (otorgándole una cualidad onírica, inasible), inundando la cinta con su presencia, sin apenas progresión, como ejemplo de las dificultades que encuentra la pareja para su realización plena, poniendo de relevancia el verdadero y único trasfondo de la historia.
Rachel se constituye en cronista de los acontecimientos narrados y por lo tanto, en punto de vista subjetivo de la narración. Esa autoridad que ejerce sobre el devenir de los acontecimientos, esa capacidad de hacer llegar al espectador una información selectiva que persigue en todo momento la empatía hacia su figura, influye de manera decisiva en el propio trabajo de Alfred Newman, quien emerge como su portavoz. De esta manera, el compositor diseña dos temas de amor, el de Rachel y Jackson y el de Rachel y Lewis, que lo único que hacen es definir la posición emocional de la protagonista y no el fruto de su relación con esos personajes. Si como hemos visto, el de Rachel y Jackson acapara casi por completo el score como ejemplo del triunfo del amor frente a la hostilidad del entorno, el segundo (“The Robards” o “Robards Return”) no retrata un amor despechado o turbio que a la postre conduce al fin del matrimonio, sino que se limita (aún siendo más complejo y satisfactorio que el principal) a poner de manifiesto las bondades de Rachel y su fidelidad hacia el marido. De este modo Newman incide en la intachable moralidad de su protagonista y da relieve al injusto retrato de adulterio que pesará sobre ella en un futuro próximo. Si ésta abandona a Lewis no es por su amor por Andrew, sino por las infidelidades de aquél. Rachel conoce los corsés sociales y no pretende desafiarlos (de hecho, los aprueba de manera explícita), sino que actúa acorde a unas reglas estrictas de integridad y virtud.
De la misma manera y mucho más allá del sencillo retrato que Newman aparentemente destina a Jackson (marcialidad y aires folk subrayan su presencia en los títulos de crédito), el compositor se encarga de instalar este segundo motivo en el subconsciente colectivo como aquel que supone el alejamiento físico de los amantes, el tema que sirve para modelar la figura de un verdadero estadista y guerrero (al que no olvidemos que jamás se nos ofrece en el campo de batalla o enfrascado en las discusiones dialécticas de Washington), cuyas facetas Rachel se ve obligada a aceptar pese a ser las responsables de las continuas separaciones de la pareja (Newman subraya las innumerables elipsis temporales de la película con el mismo, teniendo la difícil tarea de conferir a través de él y bajo el acompañamiento de una serie de episodios históricos que son deliberadamente omitidos al espectador, el carácter regio y adusto, la entidad, de todo un futuro presidente de los Estados Unidos).
A través de esta sobresaliente puesta en escena, Newman se convierte en el valuarte de los deseos de Rachel, en instrumento para exponer sus emociones al público, en pilar para la salvaguarda de su honor y motor a través del cual exigir una justa redención. Lamentablemente, el diseño convencional del material musical de partida no permite otorgar a la obra una relevancia mucho más allá de su atrevido diseño conceptual. Aunque la obra no deja de ser una muestra del elegante y brillante uso de la melodía y la orquestación a cargo del compositor, su música se ve incapaz de aportar una mayor complejidad a unos personajes que se manejan de manera arbitraria, que actúan como marionetas de un destino irrisorio. Newman se ve arrastrado, dentro de esa extrema sencillez, hacia los límites de la corrección (sirva de excepción esa maravillosa armonía insana que inunda el corte “The Seasons”), al simple hecho de mostrar una apasionada historia de amor que pretende trascender el difícil marco histórico que la constriñe. Dentro de esos límites el score se muestra intachable a la hora de eliminar cualquier vestigio de acidez que conduzca la historia hacia unos planteamientos menos conservadores. Y es que Rachel nunca habría permitido algo diferente.
5-enero-2009
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