Gorka Cornejo
En plena reconquista del público, el Hollywood de los 50 se lanzó a una redefinición del producto cinematográfico buscando potenciar precisamente aquello que no podía ofrecer la cada vez más competitiva televisión, bien por su naturaleza hogareña y familiar, bien por sus limitaciones tecnológicas y presupuestarias. Así se entienden, por ejemplo, la cada vez mayor permisividad en aspectos antes cuidadosamente silenciados o camuflados, como el sexo o la política contestataria, o también la filiación con la intelectualidad y sus tradicionales expresiones artísticas, queriendo contagiarse de su prestigio, entre las que destacó el teatro por su evidente parentesco y prodigalidad prestamista. No cualquier teatro, por supuesto, sino uno consagrado, convenientemente sancionado por la crítica y aligerado de posibles dobles intenciones que pudieran escaparse de los corsés ideológicos que, a pesar de todo, no podían dejar de existir.
“Deseo bajo los olmos” es un típico producto “de calidad” que mezcla sin sonrojo la buena reputación intelectual de ser una adaptación del aclamado dramaturgo Eugene O´Neill con la explotación comercial del potencial sexual de dos jóvenes intérpretes, Sophia Loren y Anthony Perkins (exquisitos bustos parlantes, pero además talentosos e incluso metodizados), extraña y lujuriosa pareja que personifica en sí misma esa combinación de sensualidad y tormento, carnalidad y sicopatología, propia de dos formas de entender la rebeldía juvenil: mediterránea, visceral pero conservadora la una, norteamericana, tortuosa y rupturista la otra. Porque en realidad, “Deseo bajo los olmos” es una especie de “Rebelde sin causa” pero con el ropaje (entiéndase salvoconducto) del Gran Arte en mayúsculas; o mejor dicho, pretende serlo, ya que, por mucha que fuera la carga simbólica que se le quisiera dar a la guerra generacional y al conflicto entre dos Américas, la Vieja y la Nueva, presentes en la obra de O´Neill, la presentación en pleno 1958 de un drama escrito en 1924 y ambientado en torno a 1850, con toda una generación de prepúberes a punto de explotar al ritmo del rock ´n´ roll y la guerra de Vietnam (perdón por los tópicos, pero por algo lo son), queda como un intento fallido de metáfora de una realidad infinitamente más vasta y sangrante. Si en los propósitos de la Paramount no existía voluntad alguna de tratar un “tema actual” destinado oblicuamente a la sociedad juvenil, entonces la película no es más que una adaptación teatral un tanto acartonada, puesta en escena sin demasiado desparpajo por el otras veces muy convincente Delbert Mann (director entrenado en – e irónicamente condenado a- la televisión). En ambos casos, muestra la mentalidad en crisis de una industria que estaba perdiendo el contacto con la realidad en unos tiempos en los que la realidad exigía estar en contacto con todo.
El teatro de O´Neill bebía siempre de fuentes culturales altamente codificadas, de los mitos griegos y las leyendas bíblicas, proponiendo una puesta al día de su vigencia en la sociedad que le tocó vivir y analizar. “Deseo bajo los olmos” no es una excepción a esta tendencia. La historia de un padre autoritario y posesivo hasta la locura que se enfrenta al menor de sus tres hijos y a su voluntad de tomar las riendas de su vida, sirve a O´Neill como excusa para analizar las rivalidades enfermizas que se establecen entre seres humanos supuestamente obligados a entenderse y a quererse. Perkins interpreta a un joven lleno de rencor hacia su padre por haber hecho la vida imposible a su madre. Cuando el padre decide volver a casarse, esta vez con una joven italiana cuyo único objetivo en la vida es encontrar un hogar y poseer un lugar en el mundo, el hijo se debate entre el odio (la presencia de una nueva esposa dificulta sus planes de heredar la casa y las tierras circundantes) y una inevitable pasión, ardorosa e instantánea, hacia la joven mujer, que pronto será correspondida iniciándose una ilícita relación amorosa que acabará en tragedia de proporciones helénicas. Amar a la madre y matar al padre. Como vemos, no deja de ser un Edipo a la americana (complejo que arrastrará a toda una generación, y si no que se lo pregunten al Jim Morrison de “The End”), pero con tintes religiosos y cierta voluntad de trascendencia vinculada al psicologismo freudiano con el añadido palpable, físico, sudoroso, del sexo como clave afectiva y motor de las conductas. Terrenos, todos ellos, íntima y reiteradamente transitados por Elmer Bernstein, encargado de componer la música a no pocos de estos dramas mestizos entre el abrazo pasional y el diván aséptico y moralizante de la psiquiatría made in Hollywood.
Cualquier aficionado mínimamente familiarizado con los clichés del cine clásico percibirá que la música de Bernstein para esta tragedia se aproxima sutil pero evidentemente a los parámetros del cine religioso. Ya desde el “Prologue” con que se abren película y compacto, el compositor establece las líneas maestras por las que circulará su comentario musical: el frenesí enloquecedor de las cuerdas da paso a la presentación de uno de los motivos centrales del score (cinco notas precedidas por una llamada de atención, que se repetirá a lo largo de la película como recordatorio de los bajos instintos que corroen a los personajes) anunciando el carácter trágico y ominoso del relato y que culmina en una frase de evidente solemnidad majestuosa, a modo de Tema Principal ominoso, vinculable, quizá, con la idea de fatum trágico (se repite, por ejemplo, en “Remorse” y “Finale”), que a priori no encaja con la historia de unos granjeros de Nueva Inglaterra, sino más bien con dioses del Olimpo o emperadores de Egipto; a continuación, Bernstein expone un segundo tema importante, una melodía triste y delicada, parcialmente interpretada por el oboe, que retoma la escala humana, por así decir, de la historia. A lo largo de toda la partitura, el compositor jugará constantemente a vincular su música a esos parámetros de epopeya de los que la dramaturgia de O´Neill se alimenta, alternando la Tragedia con el melodrama, proponiendo una música de fascinante doble lectura. Incluso en el inevitable Tema de Amor (“Desire Under The Elms”), que el compositor aplica a la pareja de amantes (contribuyendo a sentimentalizar, a suavizar la carga erótica de las imágenes) hay algo inconfundiblemente bíblico en el modo en que Bernstein termina la frase de lo que comienza como un tema romántico típico de su cosecha, insinuando al público que detrás de los sencillos jóvenes de carne y hueso (en rutilante blanco y negro) se esconden dos prototipos eternamente repetidos desde la Antigüedad.
Sólo en contadas ocasiones, Bernstein decide descender de las altas cumbres y enfocar su discurso sobre las insignificantes existencias de los seres reales que pueblan el relato: un viejo detestable que no sabe querer sin destruir lo que quiere y dos jóvenes enamorados que pretenden romper las restricciones del mundo que han heredado, sólo para comprobar que no pueden vivir en un mundo sin moral. Es una música terrenal, territorial, la que Bernstein aplica al personaje de Loren cuando ésta comienza a adecentar y cuidar su nuevo hogar, haciéndola suya (“Around the House”, con esas bellísimas melodías de heterogénea filiación folklórica), o a los hermanos mayores del protagonista, que huyen a California en busca de oro y regresan convertidos en sendos magnates de estupidez sólo comparable a su riqueza (“California´s Gold”, con todas las anchas praderas del western tradicional incorporadas a su expresiva horizontalidad), o al viejo padre en la escena en que se emborracha y baila de forma agresiva y brutal (“Ephraim´s Dance”, extraño ejemplo de falsa música diegética, intachablemente folk, que se convierte en incidental para subrayar el patetismo del espectáculo).
Como puede verse, “Desire Under The Elms” es una partitura compleja pero sobre todo acertada. El rico planteamiento de Bernstein se aplica con una expresividad y una contundencia deliciosas (impagables los bloques “Father Against Son”, de crueldad apabullante, y “Confession”, mezcla electrizante de casi todos los ingredientes de la partitura). El citado nivel metalingüístico que hace palpable la alusión a un género cinematográfico dentro de otro la convierte además en un raro ejercicio de modernidad. Que la película fracase como entidad o que el director no haya sabido desteatralizar el entramado de los personajes y los diálogos, enamorándose en exceso del magnífico decorado único donde se desarrolla la historia, son aspectos que afectan sólo en parte a la labor del compositor, excesivamente ceñido a musicalizar transiciones entre escenas, lo que limita su capacidad de impacto en gran parte de la película. A pesar de eso, se trata de un gran trabajo musical, suficientemente representado en esta primera edición en compacto del LP existente, que muestra hasta dónde podía ejercer su capacidad artística y creativa un músico inteligente en las postrimerías del renqueante sistema de estudios.
18-diciembre-2008
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