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Berlinale 2014 Por Gorka Cornejo |
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Hablar de una ciudad enteramente contagiada de cine puede sonar a exageración, pero se parece mucho a la realidad de Berlín durante los diez días que dura su festival. Además de los cientos de proyecciones, diseminadas por una quincena larga de teatros y multisalas en un radio cada vez más amplio, exhibiciones en museos, conciertos, conferencias, y las actividades propias del creciente European Film Market, en la capital alemana coincidieron visitantes tan variados como John Waters, maestro de ceremonias de un show cómico desternillante, o Ennio Morricone, ofreciendo uno de sus siempre placenteros conciertos de grandes éxitos. Son diez días durante los cuales uno puede llegar a creer que el cine, en sus múltiples formas y variantes, es todavía una manifestación humana importante y necesaria.
I. La competición
Al menos cuatro grandes películas han concursado en la Sección Oficial, cantidad creemos nada desdeñable. Al menos dos de ellas tienen ya garantizado un lugar en eso llamado la posteridad, y las otras dos merecen haber sido distinguidas por el Jurado para, precisamente, poder ser recordadas, pescadas de entre la muchedumbre de títulos con la que año tras año se van enturbiando más y más las aguas del panorama cinematográfico.
Para muchos “Boyhood” de Richard Linklater ha sido y será la película del Festival. Para algunos ya es uno de los títulos más importantes de los últimos años. Poco a poco irá creciendo el mito alrededor de esta espléndida película. La historia de Mason y su familia, contada y rodada a lo largo de doce años, no sólo permite ver envejecer a unos personajes de manera natural y realista, dentro de su insólita estructura evolutiva, sino reflexionar sobre tantas cuestiones morales como cinematográficas con una ligereza y una profundidad no por asimétricas menos contundentes. Un espectáculo humano, sin solemnidades, fresco y agridulce, de obligado visionado.
Es cierto que tampoco a “The Grand Budapest Hotel” le va a faltar repercusión internacional a medida que se vaya estrenando. Wes Anderson parece, al menos de momento, disfrutar de un estatus por encima del bien y del mal. Pero estas certezas pueden y de hecho consiguen desdibujar lo que también merece convertirse en titular, a grandes letras y en negrita. Anderson está inmerso en una luna de miel creativa, quizá en su punto álgido, en pleno uso de sus facultades inventivas, fabricando febrilmente piezas que encajan sin esfuerzo. Inspirada en relatos de Stefan Zweig (sin excluir los vividos por él mismo), pero apuntando casi más a un Pynchon, la película es una pura delicia y también en su aspecto musical, una nueva ocasión para disfrutar de la colaboración del director con Alexandre Desplat, este año con presencia doble (¿o habría que decir triple?) en la Sección Oficial. Es para Anderson para quien Desplat más se contorsiona estilísticamente, aportando siempre scores muy conceptuales. Aquí, el francés despliega una mecanografía descriptiva frenética, por donde pululan orquestas de balalaikas, címbalos, grávidos coros masculinos, aplausos y órganos Würlitzer, una amalgama de instrumentos cuya presencia parece responder más a una voluntad consciente de cumplir con los clichés sonoros de una ficcionada Europa del Este que a una descripción geográfica y cultural exacta de Hungría. Anderson requiere música casi constantemente, lo que exige al compositor un incesante repertorio de soluciones, breves aportaciones como pinceladas heterogéneas, de milagrosa cohesión global. En ocasiones, las imágenes se asemejan a una película de animación, daguerrotipos, viñetas coloreadas, y es cuando uno percibe más claramente lo mucho que Anderson decide sostener en la música, lo que deposita a sus espaldas, y a su vez también el gran valor que la música adquiere con la película.
Cualquiera de ellas hubieran podido ser un perfecto Oso de Oro. Sin embargo, el Jurado Oficial, presidido este año por el productor James Schamus, decidió, no ha trascendido si por unanimidad, decantarse por la china “Black Coal, Thin Ice”, excelente tercera película de Yinan Diao, que en justicia hubiera debido cambiar su premio con el de Linklater. Fascinante relato policíaco que acaba escapándose de las fórmulas del género con un lirismo poderoso y una capacidad ciertamente fuera de serie para sorprender al espectador esforzado. Un elegante Fan Liao, se llevó el galardón al mejor actor, por su retrato externo e interno, a la vez íntimo y muy físico, del obsesionado policía protagonista. La fotografía, merecedora también de premio, pincelaba de neones y pirotecnia los desangelados encuadres invernales.
También la alemana “Kreuzweg” sobresalió por la calidad de su propuesta estética. Contada en doce implacables capítulos, correspondientes a las estaciones del Via Crucis, cada uno de ellos en plano secuencia, el trabajo de Dietrich Brüggemann demuestra algo más que una inteligente planificación. El guión, coescrito con su hermana, expone con detalle los logaritmos de la intransigencia y los redirecciona hacia el espectador, quien no siempre sabe la respuesta. “Kreuzweg” es quizá lo que hubiera debido ser “Camino”, pero sus similitudes son solo argumentales. La historia de una niña fanatizada bajo el dogma de un neocatolicismo ortodoxo y punitivo, paulatinamente alejada del mundo y sus leyes, es la oportunidad que toman estos jóvenes cineastas para cuestionar conceptos como tolerancia o intransigencia, torcerlos y ver lo que pasa cuando se sustituyen sus respectivas connotaciones.
Sin llegar a brillar, llamó la atención la japonesa “Chisai ouchi” (The Little House) de Yori Yamada, con música del hiperactivo Joe Hisaishi, flamante ganador de los últimos Premios de la Crítica. Película dulce y exquisita, aunque en ocasiones también cansina y monótona, sobre la importancia de relatar el pasado y consignarlo, la relación inmediata entre el recuerdo y el ser. La música de Hisaishi, melancólica, preciosista, se dedica principalmente a encuadernar los sosegados pliegos de la narración, dando aire, paisaje, a una película muy estática, muy dulce, que a veces roza lo hortera. Guitarras solistas, deliciosos pizzicatos y la acostumbrada facilidad melódica de su autor. Por su parte, “Aimer, boire et chanter” de Alain Resnais, nuevo ejercicio de teatro rodado, ofrece unas interpretaciones divertidas y bien explotadas, con un planteamiento escénico curioso, mezcla de aparataje teatral, exteriores naturales y animación. La música de Mark Snow se limita a vigorizar los cambios de escena.
Ninguna de las otras dos películas chinas despertó especial entusiasmo, más allá del tratamiento estético de la sensible “Blind Massage” (ganadora del Oso de Plata a la mejor fotografía) y ciertos momentos de humor en la ostentosa “No Man’s Land”, con su mezcla visual y musical de spaghetti-western y “Mad Max”. Del cine latinoamericano en concurso, “Historia del miedo” resultó la más sólida. La película de Benjamín Naishtat contagia de inestabilidad y desasosiego aun cuando no se dan razones ni motivos, pero no acaba de cerrar el planteamiento con un último acto lo suficientemente potente. Más fláccida, otros dirán sutil, la también argentina “La tercera orilla” mezcla distancia y frialdad, naturalismo y observacionismo y confunde al espectador en lugar de atraparlo. La germano-brasileña “Praia do futuro” sólo sirvió para llevar una historia de amor gay a la competición, en una edición muy marcada por el posicionamiento crítico de la Berlinale contra las políticas homófobas rusas. La excelente “Love Is Strange” de Ira Sachs, presentada en la sección Panorama, hubiera podido cumplir la misma función con mejores posibilidades de cara al concurso.
Entre las grandes decepciones hay que mencionar dos especialmente ruidosas. La primera, “The Monuments Men” de George Clooney, uno de los grandes reclamos publicitarios de esta edición, si no el mayor, que permitió lucir la alfombra roja del Berlinale Palast con el glamour de sus estrellas, pero que provocó bostezos cuando no la estupefacción. Clooney ha querido aproximarse a ciertos modelos del género bélico, optando más por “The Dirty Dozens”, “The Bridge at Remagen” o “Is Paris Burning?”, que a la magnífica “The Train” de John Frankenheimer. Pero el problema de base es de tono. Mal contada, con grandes e incomprensibles huecos, los esfuerzos de Desplat por dar coherencia a una película sin tono definido, son inútiles. Lo que, escuchado con detenimiento, no deja de ser una estupenda partitura, queda en la película no sólo desvirtuada sino, lo que es peor, equivocada, casi hasta en ocasiones molesta. Desplat aporta la marcha entre irónica y militar que cree oportuna, más épica que humana, a diferencia de la de “The Great Escape”, pero naufraga porque los personajes no inspiran, no agradan, no convencen. Su delicioso acompañamiento en las escenas relacionadas con el gran mural de Gante, místico y orientalizante, o el derroche de inventiva tímbrica de los pasajes más efectistas, no consiguen reforzar una narración deslavazada y ese gran barranco que mantiene al público alejado de la película. Ni siquiera la aparición del propio Desplat como actor en tres secuencias consiguen levantar el ánimo.
Con permiso de ”Ártico”, la película de Gabri Velázquez presentada en la sección Generation 14+, y que se alzó con una mención especial de su jurado, la principal entrada española en el certamen berlinés fue “Aloft”, la esperada nueva película de Claudia Llosa, una aburrida, pretenciosa y desnortada epopeya emotiva que ni emociona ni interesa. Lo más inolvidable de su paso por el festival, sin duda, fueron los pitidos, tímidos pero perfectamente audibles, con toda seguridad tan españoles como la película, con que fueron acompañados los logotipos del Ministerio de Cultura, TVE y Televisión de Catalunya.
II. La panorámica y los márgenes En Panorama siempre se dan cita títulos prestigiosos precedidos por la expectación que causan sus directores o el previo paso por algún otro certamen no competitivo, siempre dentro de ciertos límites de novedad, ya que para las propuestas más radicales está esa otra sección llamada Forum. Entre ambas, la Berlinale ofrece una instantánea del momento en la producción de cine mundial, qué se está haciendo, qué se está intentando hacer. En ese totum revolutum uno puede marearse por la diversidad de las películas ofrecidas, resbalar en algún que otro plátano, pero generalmente disfrutar de un buen cofre de joyas mínimas, cuya distribución siempre está en suspenso.
La alucinada epopeya urbana de “The Midnight After”, una película de muy bajo presupuesto pero factura impecable dirigida por Fruit Chan, mezcla ciencia-ficción estilizada con la más cafre de las buddie movies, con un resultado divertido y sorprendente. La negrísima “Calvary”, de John Michael McDonagh, en la que un brillante Brendan Gleeson interpreta a un cura sentenciado a muerte por un desconocido penitente en cuya confesión le concede una semana para irse preparando, se mueve entre los límites de la comedia y el drama con soltura, con una espléndida partitura original de Patrick Cassidy, de emocionante sacralidad. “Arrête ou je continue”, escrita y dirigida por Sophie Fillières, es un guiñol optimista no exento de surrealismo, en la que presenciamos con humor el desmembramiento de un matrimonio y el surgimiento de dos nuevos seres individuales que han aprender a vivir por su cuenta, una vuelta a la animalidad del yo, anegado tras años y años de nosotros.
A. J. Edwards y Saar Klein, montadores habituales de Terrence Malick ambos, presentaron sus debuts en la dirección, “The Better Angels” y “Things People Do” respectivamente, con resultados dispares. Klein hace aguas con un drama un tanto borroso, de escritura caprichosa e insuficiente contundencia visual, apenas maleado por Marc Streitenfeld. Mientras tanto, la película de Edwards es un largo y exigente poema audiovisual, muy en la línea de Malick, en torno a la infancia de Abraham Lincoln, con dos pilares básicos, la sobrecogedora fotografía de Matthew J. Lloyd y la poderosa banda sonora, una selección de piezas preexistentes con especial protagonismo de Bruckner, Hovhaness y Adams.
Entre los documentales presentados cabe mencionar la presentación del documental montado por Alfred Hitchcock a partir de las imágenes rodadas por las tropas británicas que libertaron el campo de concentración de Bergen-Belsen, “German Concentration Camps Factual Survey”. Acompañando la proyección de este trabajo perdido y por fin recuperado, se exhibió el documental “Night Will Fall”, de André Singer, narrando la accidentada biografía de este film inédito. “Is the Man Who is Tall Happy?”, el último juguetito de Michel Gondry, visualmente fascinante acercamiento a Noam Chomsky, que sirve más como retrato del propio realizador, aquí ejerciendo de animador y entrevistador, y donde lo de menos acaba siendo Chomsky, lo cual a lo mejor hasta se agradece. “The Dog” es un documental convencional pero interesantísimo centrado en la vida de John Wojtowicz, el personaje real detrás del que interpretara Al Pacino en “Day Dog Afternoon” de Sidney Lumet. Sugerente y visualmente poderosa, “20,000 Days on Earth” se aproxima a la figura de Nick Cave más como un documental de creación que como el reportaje promocional que cabría esperarse, ofreciendo un valioso testimonio de su modus operandi creativo, siempre próximo el talento polifacético de su socio en la composición Warren Ellis. Por último, mencionar el más reciente trabajo de Hubert Sauper, “We Come As Friends”, centrado en la reciente partición de Sudán y la confusión de intereses políticos, económicos e incluso evangelistas que congregan allí a empresas, instituciones e individuos de todas las procedencias. Sin alcanzar la brillantez y perfección metafórica de su obra maestra “Darwin’s Nightmare”, Sauper continúa tocando las narices y atreviéndose a introducir su cámara en lugares insólitos y desconcertantes; cierta descompensación en el montaje y un tono de autoconsciencia peligrosamente cercano al engreimiento, lastran el resultado de una película que hubiera necesitado de más metraje o una más clara estructura.
De entre las propuestas más arriesgadas, en los márgenes del mainstream cinematográfico, destacamos “Xi You” (Journey to the West) del malasio Tsaï Ming-liang. La cámara sigue a un misterioso monje budista que recorre Marsella a una velocidad extraordinariamente lenta, dedicando a cada pequeño paso toda la concentración imaginable. El asombroso espectáculo al que da pie esta curiosa premisa es difícil de expresar. El mundo y la vida transcurren alrededor de este monje, aislado en función de su ritmo y su atención al detalle de algo que normalmente hacemos sin pensar. Es imposible contemplarle sin realizar un examen involuntario del camino que hemos tomado cada uno de nosotros, de lo que hacemos y lo que pensamos. Denis Levant, el actor fetiche de Leos Carax, perdido, sin rumbo, se une al monje tratando de imitar su viaje; la gente, en la calle, trajinando o sentada en las terrazas, cree estar viendo una performance de mimos. Un regalo para la vista cansada con tantas y tantas horas de cine y televisión aberrante.
“Triptych”, co-dirigida por Pedro Pires y el gurú del teatro Robert Lepage, cuenta tres historias sobre la mente, el cerebro, como verdadera alma del ser humano. Fábrica del arte, pero también de la locura, archivo de recuerdos que forman la esencia de cada uno, el cerebro es el verdadero protagonista de esta extraña pero en ocasiones fascinante película, que cuenta con extraordinarios intérpretes y una terrible secuencia de operación cerebral que no todo el mundo pudo resistir. Por último, una mención especial a la brasileña “Castanha”, enésima confusión entre documental y ficción que, sin embargo, posee una fuerza especial. Su jovencísimo director, David Pretto, logra introducirse en el mundo privado de un personaje arrollador, el transformista Joao Carlos Castanha, e injertar su día a día en una trama criminal cuya verosimilitud es reforzada precisamente por el naturalismo de los postulados documentalistas, sin que el espectador sea del todo consciente de la transición entre observación y recreación.
1-marzo-2014
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