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Gante 2011. La victoria del advenedizo Por Gorka Cornejo |
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El poderío y la seriedad que desprende el Festival de Cine de Gante y en concreto las jornadas celebradas en torno a los premios de la World Soundtrack Academy tienen poca competencia en la escena internacional. A su lado, los restantes eventos dedicados a la música cinematográfica no pueden dejar de parecer pequeños, cuando no sonrojantemente amateurs. Aquí las cosas tienen peso y contundencia porque hay gente motivada, con conocimiento y apoyo financiero suficiente para que así sea. Y sobre todo, la Academia, pese a todas las preguntas que pueda inspirar acerca de su composición, ha logrado asegurarse un renombre, lógicamente gracias a los apoyos recibidos por parte de compositores, representantes, publicistas y distribuidores. Gante ni tiene ni necesita de campañas de autoayuda corporativa que destaquen su “espíritu” por encima de flaquezas y miserias; es lo que es, tiene una contundencia rocosa, positiva, goza del afecto y el refrendo de la industria, crece o consolida su importancia cada año y, lo que es más importante, aporta su granito de arena en hacer que este mundo de la banda sonora madure y se aleje en la medida de lo posible de las expansiones adolescentes y esotéricas del aficionado ultra que sustituye conocimiento y disfrute por misticismo e idiotez.
Cierto que hay pocas actividades más allá de los conciertos y que Gante debería aportar a la posteridad algo más nutritivo que unos discos (la serie de recopilatorios “For The Record” a cargo del director musical titular del festival, Dirk Brossé y su inseparable Filarmónica de Bruselas, a cuya lista de compositores se ha añadido en esta edición el libanés Gabriel Yared); ya sea en forma de catálogo extenso y detallado sobre los compositores invitados, o como estudios monográficos que engrosaran el siempre esquelético cuerpo historiográfico dedicado a la música de cine. Por el momento la organización del certamen se conforma con ofrecer una masterclass, este año impartida por el legendario diseñador de sonido y montador Walter Murch, y una rueda de prensa colectiva en la que el público acreditado pudo disfrutar con la rapidez o lentitud, la brillantez o la neblina, de las respuestas de los invitados Hans Zimmer, Elliot Goldenthal y Abel Korzeniowski. Sabe a poco.
Tras los fastos del 10º aniversario, a Gante le tocaba este año emprender el camino de la segunda década de su historia y lo ha hecho con cierto tono menor y un sentido ropaje de tristeza por la pérdida de una de las fundadoras de la Academia, la representante de artistas Ronnie Chasen, cuyo asesinato dejó boquiabierto a Hollywood pocos días después de la última edición del certamen belga. Dos conciertos, espaciados por la larga semana que cubre el certamen cinematográfico, uno de ellos dedicado a Chasen en forma de homenaje, el otro a Bernard Herrmann y Franz Waxman en su condición de “Maestros del suspense”, marcaron los hitos musicales de esta edición. Si bien en un principio parecía una concesión al populismo más chabacano, la elección de Giorgio Moroder como receptor del premio honorífico a toda una carrera acabó revelándose pertinente, aunque fuera como recordatorio de la importancia de una tendencia musical que, pasadas sus primeras fiebres, contribuiría a despejar el acceso a la industria a talentos musicales muy alejados de los patrones tradicionales, uno de cuyos máximos exponentes se convertiría, sin ir más lejos, en el protagonista absoluto de esta edición.
La entrega de los World Soundtrack Awards se desarrolló con la morosidad imprescindible en estas ocasiones, si bien fue de agradecer que el reparto de galardones estuviera salpicado de música. Abel Korzeniowski, ganador del premio al compositor revelación en la pasada edición, pasó el testigo a Alex Heffes y presentó en primicia un fragmento de su última creación, la partitura para “W.E.”, dirigida por Madonna, una pieza dulzona, sin demasiada enjundia, eco cercano del ya casi clásico “Stillness of Mind” de su premiada “A Single Man”, que sonó vibrante, densa, majestuosa, a pesar de una interpretación, por parte del violín solista, Henry Raudales, en ocasiones demasiado imaginativa.
La nota de color en esta primera parte de la gala la aportó el premio al mejor compositor joven europeo, resultado de un concurso que consistía en musicalizar el cortometraje mudo “Papillon d’amour”, una hermosa obra del artista experimental belga Nicolas Provost, en la que se explotan juegos de imposibles simetrías a partir de una secuencia del “Rashomon” de Kurosawa. El vencedor, el alemán y jovencísimo Gabriel Heinrich, agradeció el premio y se mostró especialmente emocionado de poder subirse al escenario frente a Zimmer, cuya banda sonora para “Dark Knight” fue la que le hizo querer convertirse en compositor de cine. A continuación se proyectó el cortometraje en cuestión y la formación dirigida por Dirk Brossé ejecutó la partitura de forma sincronizada. La música, en efecto, no dejaba duda de que su autor decía la verdad al reconocer su gran admiración por la obra de Zimmer. La noche comenzaba a pivotar en torno al alemán.
La presencia en Gante de casi todos los ganadores, exceptuando a A. R. Rahman, que envió un saludo, y a Randy Newman, que no envió nada, contribuyó a ofrecer un espectáculo serio y de cierta importancia. Incluso el mismísimo Alexandre Desplat hizo el esfuerzo de abandonar durante unas horas su frenético ritmo de trabajo para recoger su tercer premio consecutivo al Mejor Compositor del Año. Se le vio relajado en el cóctel previo a la ceremonia, charlando con los responsables del evento, con colegas nominados y algún que otro invitado inesperado, como David Arnold, pero volvió a desaparecer sin dejar ni rastro en el intermedio de la gala, antes de que comenzara el grueso del concierto.
El homenaje a Giorgio Moroder y los logros cosechados a lo largo de su meteórica carrera truncada, cabe entenderlo como un guiño al gran público (y a los medios de comunicación) que Gante se debe y puede permitir, dada la compensación que recibe el verdadero aficionado. Moroder, buque insignia del escoramiento hacia la ramplonería pop y electrónica en la música de cine de finales de los 70, pero que influyó decisivamente en posteriores compositores, recibió los honores que se le ofrecieron con una cierta propensión a la ingratitud: no concedió entrevistas ni accedió a participar en la rueda de prensa colectiva junto al resto de invitados. La parte del concierto dedicada al italotedesco, nacido Hänsjorg Moroder, ofreció un material accesible y popular, si bien el respetable tuviera que esforzarse para reconocer las melodías más famosas de “Flashdance” o “Top Gun”, sepultadas bajo recargadísimos arreglos orquestales de tufillo alcanforino que no supo orear la voz ajada de la diva setentera belga, Sofie. Este quiero y no puedo se hizo especialmente patente en los casos de “Scarface” y “Midnight Express”, cuyas formulaciones sinfónicas dejaron a la vista, monda y lironda, su endeble arquitectura musical e hicieron añorar las versiones originales.
Elliot Goldenthal fue el encargado de arrancar la segunda parte de la gala, la que reunía los tres platos fuertes de la noche. A modo de introducción, el neoyorquino dedicó unas bellas palabras a la memoria de Ronnie Chasen, a la que definió como una mujer de muchos amores. “Si alguno de vosotros”, comentó el compositor, “tiene la suerte de experimentar un beso romántico, o un beso sexy, no el primero, quizá tampoco el segundo, pero el tercero, dedicárselo a Ronnie”. El particular beso que Goldenthal quiso dedicar a su representante y amiga tuvo la forma de una suite, titulada “Recordare”, construida con fragmentos de sus partituras para “Titus” y “Alien 3”.
La pieza arrancó con “Victorius Titus”, en una impecable ejecución por parte de la orquesta y el coro, seguido por el bellísimo lamento expuesto en “Crossroads”. Un solo de trompeta, acompañado por glissandos en las cuerdas, sirvió de marco elegíaco cuando el coro, alejado de toda pompa, cantó la palabra “recordare”, para a continuación exponer, con un cierto déficit de sentimiento y garra, el adagio de “Alien 3”. Brossé es un director eficaz que cuida la coherencia global de las piezas que interpreta, pero en ocasiones se echa de menos un mayor detallismo en la expresividad. El repertorio de Goldenthal exige una orquesta precisa en los tiempos, nítida en la ejecución, pero sobre todo, desbordante de intención, expresionista. Ningún aficionado mínimamente digno de ser considerado como tal pudo dejar de desear presenciar algún día un concierto completo dedicado a este genio injustamente olvidado que es Goldenthal.
El programa que presentó Howard Shore resultó un tanto deslucido. Las suites de sus partituras para “Eastern Promises”, “Looking for Richard” y “The Return of the King”, si bien sobre el papel podían ofrecer una cabal representación de los registros más importantes de su autor, no lograron brillar como hubiera sido deseable. La composición a retazos de cada una de ellas se reveló desequilibrada, a falta de un concepto musical autosuficiente y contundente. Da la sensación de que Shore experimenta un conflicto cuando se trata de presentar su música cinematográfica en forma de concierto, como si eligiera el material en función no tanto de su pertinencia en el discurso de la partitura de origen, sino más bien de su hipotética competitividad en el contexto de la aún llamada música seria.
Así, la fría belleza de “Eastern Promises” sonó desleída a pesar de los esfuerzos del concertino, por causa de la insistencia en pasajes deambulatorios que no decían nada, embarullando lo que hubiera debido ser una exposición limpia, nítida, sintética, de la partitura. “Looking for Richard” incorporó al coro en una esforzada interpretación que tampoco brilló y por los mismos motivos. Sólo “The Return of the King” pareció agradar al público mayoritario (sí, es verdad, el mismo que había celebrado con rítmicos movimientos oscilantes de cabeza las escalofriantes recreaciones orquestales de Moroder), pese a un arranque estrepitoso, de imposible disonancia y polirritmia (inexistente en la banda sonora y en la versión sinfónica) que solo podemos achacar a una confusión en la ejecución. No se entienda esto como una declaración de preferencias por la música más melódica y digerible, sino como un tirón de orejas por la actitud esnob que afecta a muchos compositores de cine cuando se enfrentan a un concierto, lo que les lleva a un atildamiento que les limita en sinceridad y acaba adulterando su propio discurso, infinitamente más “serio” y “contemporáneo” en su versión cinematográfica que en su “puesta en largo” concertística.
La aparición de Hans Zimmer supuso, por todo lo dicho hasta ahora, algo intermedio entre la ruptura y el alivio. Ruptura en cuanto al modelo de compositor que Zimmer representa, muy diferente del arquetipo académico (aunque modernista), de lápiz y pentagrama, que simbolizan Goldenthal o Shore: proveniente del pop, con ese aire de eterno advenedizo que ni olvida ni perdona la indiferencia o el desprecio de aquellos colegas más cultos, sustituyendo la densidad de la escritura por la efectividad de las formas más simples y directas. Alivio porque al César lo que es del César: Zimmer convirtió un escenario encorsetado y gélido como una morrena en un show-room fresco, ágil y espectacular, donde él y sus colaboradores demostraron que la música de cine puede trasladarse a la sala de conciertos sin que sufra ninguna alteración en su fisonomía y por tanto en su naturaleza. Otra cosa es que su música en particular provoque todo tipo de nostalgias y descorazonamientos dada la senda irreversible hacia la que se viene decantando, en términos musicales, el estándar hollywoodense.
Zimmer subió al escenario acompañado de su all stars band particular y ejecutó dos piezas, “la primera y la última que escuchó mi amiga Ronnie”, como él mismo explicó, en primer lugar una versión jazzística, casi diría que doméstica, cercana, del tema principal de “Driving Miss Daisy”, con Zimmer al piano, Eddy Vanoosthuyse al clarinete, Ann-Marie-Calhoun al violín y el exótico Satnam Ramgotra como beatboxman; y como plato fuerte una extensa suite de “Inception”, para la que Zimmer pasó a los teclados, asistido por Lorne Balfe, y se sumaron el chelista Tristan Schulze, el guitarrista Johnny Marr, la soprano Joke Cromheecke y el diseñador de texturas y exquisiteces Mel Wesson, al frente de un ordenador/sintetizador de proporciones antológicas que, curiosamente, respondía al nombre de “Giorgio” y cuya aportación al conjunto de la paleta sonora nadie fue capaz de dilucidar con exactitud.
Zimmer, a pesar de inspirar cierta rigidez nerviosa, que intentó minorizar enfrascándose en la simplísima manipulación de los teclados, fue sintiéndose cada vez más seguro ante el público, a medida que la potencia de lo que estaban interpretando iba inundando el amplísimo auditorio. El que siempre haya reconocido no saber cómo enfrentarse a cada nueva banda sonora, el intruso que nunca se destacará por sus opiniones musicológicas, hizo vibrar al público con su particular versión de cómo sonaría el mundo si empezara a ponerse patas arriba. La orquesta, inevitablemente relegada a un segundo plano por la presencia protagónica de los solistas, reprodujo con asombrosa brutalidad los bramidos y eclosiones requeridos, elaborando un modélico in crescendo para la parte final de la suite, la pletórica y quintaesencial “Time”. Sobre la base de su sencillísima melodía, Zimmer y su grupo fueron añadiendo capas y capas de sonidos escalando hacia un tutti del que era difícil sustraerse. Como un músico new age con legión de fans anhelantes, Zimmer terminó la pieza como corresponde, volcándose de nuevo en el piano, recitando la escuálida melodía de ocho notas en apenas un susurro, hasta que de alguno de los dispositivos electrónicos que parpadeaban por el escenario surgió un efecto de sutura retroactiva que apagó el sonido devolviéndolo al silencio anterior al Big Bang.
10-noviembre-2011
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