|
|
|
|
Takemitsu: Imágenes desde el Pentagrama (II) Por Miguel Ángel Ordóñez |
|
3. Hiroshi Teshigahara “He trabajado con él en muchos proyectos pero nunca le he pedido que escriba un tipo de música determinada para una película. Hay muchos directores que hacen ese tipo de sugerencia. Si el director les dice, hazles llorar en esta escena, ellos seguirán sus instrucciones. Pero con Toru eso no vale. El verá la película y proyectará sobre ella sus ideas musicales. Así la música intensificará la escena y dará vida a elementos que no aparecen en las imágenes. Esa colisión entre imagen y música hace que la película evolucione hacia una esfera más elevada”.
De entre los directores surgidos gracias al impulso y a la apertura hacia las nuevas fronteras temáticas conquistadas por el cine japonés a principios de los 60, el atrevido Hiroshi Teshigahara es el más interesado en tender puentes de unión entre el Japón tradicional (el apegado a las viejas costumbres) y el moderno y urbanita (inmerso en un desenfrenado crecimiento económico). Su cine está poblado de antihéroes que, o tienen la mala suerte de vivir en un lugar y en un tiempo inoportunos, o bien se convierten en víctimas de intrigas absurdas y misteriosas que aparejan un replanteamiento de su propia existencia y de los valores que la acompañan (el entomólogo Jumpei de “La Mujer de las Dunas” o el detective que se busca a sí mismo a través de la búsqueda de alguien en “El Hombre sin Mapa”), haciendo gala, en todo caso, de un compasivo estoicismo que, en ocasiones, les conduce a la muerte (el aturdido protagonista de “The Pitfall” o el maestro de la ceremonia del té en “Rikyu”).
Nacido en Tokio el 28 de enero de 1927, Teshigahara se considera un “cineasta accidental”, reconocido por su trabajo en diversas formas de arte japonesas. Hijo del fundador y gran maestro de la Escuela Sogetsu de Ikebana (arte floral japonés), se convierte en director cinematográfico como una extensión de su inquietud por la exploración estética en otros medios de la comunicación. Graduado en pintura por la Universidad Nacional de Arte y Música de Tokio, sólo lega al cine ocho largometrajes a lo largo de una treintena de años. Esa escasa producción contrasta con su interés por el cortometraje, campo donde iniciará su fructífera relación profesional con Takemitsu (“José Torres”, 1959). En el terreno del largo, su cine viene marcado por la colaboración con el novelista Kobo Abe. Considerado el Kafka japonés, la alienación, la pérdida de identidad y las situaciones implacables que aplastan al individuo son el ambiente de sus novelas. Orbes semidesérticas pobladas por individuos que buscan respuestas conforman el universo de las cuatro primeras (y más personales) películas de Teshigahara, en las que Abe es el encargado de convertir sus relatos surrealistas en guión cinematográfico.
El argumento de todas ellas incita a la sorpresa tanto como a la reflexión. En Otoshiana (The Pitfall, 1962), un minero (Hisashi Igawa) escapa de una comunidad obrera junto a su hijo en busca de nuevas oportunidades. Tras recibir una oferta de trabajo en un pueblo fantasmagórico del interior del país, es seguido por un hombre vestido con un traje blanco que, sin mediar palabra, lo mata. A partir de aquí los acontecimientos se desencadenan de manera irracional: el espíritu del fallecido pasea por el pueblo buscando respuestas, el asesino aplica su método letal a otros sujetos, dos líderes mineros (uno de ellos idéntico al difunto y desencadenante de este cúmulo de situaciones impredecibles) deciden resolver sus diferencias a navajazos. Aunque la cinta denota su fuerte contenido político ya que medita acerca de la falta de unidad de los trabajadores (Abe era marxista) y de las condiciones del “New y Old Pit” minero, Teshigahara parece más interesado en remover la conciencia del público, provocar un nudo en el estómago a través de la ilógica incidencia del azar y el destino en sus vidas. El azar también condena a Jumpei (el resnaisiano Eiji Okada), un entomólogo de la capital, a compartir su vida, en medio de un gran agujero entre dunas, con una mujer que ha sido esclavizada por los habitantes de un pueblo costero, quienes la explotan para que extraiga arena para ser vendida a las grandes ciudades, símbolos del auge urbanístico del Japón de los 60. Jumpei se ve trasladado a un lugar, a medio camino entre la realidad y la fantasía onírica, donde la extrañeza y la perplejidad se erigen en los máximos exponentes de la narración. Utilizando una puesta en escena sensual y una muy cuidada estética, Teshigahara logra con Suna no Onna (Woman in the Dunes, 1964) una poética obra maestra donde afloran influencias europeas como las de Antonioni y Resnais.
Parecida seducción provoca Tanin no Kao (The Face of Another, 1966), una de las novelas más personales de Abe. La película trata de máscaras y rostros. Debido a un accidente en un laboratorio que le ha desfigurado la cara, Okuyama (Nakadai) debe ocultarla bajo unas vendas. Vive un infierno y la relación con su esposa se desintegra, incapaz de aceptar la nueva situación. Una revolucionaria máscara le devuelve un rostro que no le pertenece pero con el que se siente libre tanto para comunicarse como para despreciar a los demás. Obra amarga y destructiva, Teshigahara construye un cuento de hadas donde reflexiona sobre la vanidad y la revelación, sobre el auto descubrimiento y la ambigüedad existencial, a través de una narrativa precisa que comparte en esencia uno de los temas más obsesivos del novelista: la búsqueda del propio yo. Similar temática reaparece en la irregular Moetsukita Chizu (A Man Without a Map, 1968), que cuenta la historia de un detective de poca monta contratado por una mujer para que busque a su marido. El itinerario que emprende, su contacto con el lumpen y el poderoso influjo del desaparecido llevarán al detective a adoptar la personalidad de aquél, llegando a replantearse sus propios valores.
La exploración tonal y jazzística emprendida por Takemitsu en los cortos de Teshigahara contrasta con la investigación tímbrica, el sorprendente empleo de la instrumentación y la disposición de sonidos como imitación de los jardines zen japoneses (un concepto de creación de espacios armónicos en comunión con la naturaleza) que impera en sus largometrajes. En éstos, oscila sobre un punto cardinal a partir del cuál la música se expande hacia posibilidades insólitas. En el campo del cortometraje, son el desarrollo de la armonía y del timbre, anclados sobre melodías hasta cierto punto sencillas, los factores con los que Takemitsu pretende conducir el jazz hasta el límite de sus confines, abrazando allí lo popular. En José Torres (1959), documental de 25 minutos sobre el boxeador puertorriqueño campeón de los pesados, nos ofrece un trabajo luminoso en el que la cuerda destila un romanticismo más americano que europeo y el jazz hace acto de presencia a través de un excepcional empleo de los contrabajos. Sin embargo en Ako (1964), con un Takemitsu deliberadamente francés, irónicamente impresionista, propone un trabajo elegante para piano (el compositor Masao Yagi tras él), flauta y contrabajo, utilizando una única melodía que llega a explorar en contrapunto con texturas electroacústicas. Repitiendo esquemas, en José Torres II (1965), encuentra divertido acudir al motivo de la primera entrega para demostrar que el swing puede esconderse detrás de lo más inesperado (en este caso, una guitarra española).
En las cuatro obras del binomio Teshigahara-Abe, Takemitsu explora el concepto de alienación usando sorprendentes premisas instrumentales. En “Otoshiana”, construida íntegramente para dos pianos preparados (tocados por Toshi Ichiyanagi y Yuji Takahashi) y un clavecín, la música se instala en la incógnita. Ni la desvela ni la analiza. Se limita a ubicarse en un plano de radicalidad surrealista para, desde allí, evocar un sentimiento de perplejidad que a veces acompasa y coreografía la acción (el asesinato del minero a manos del hombre de blanco), para en otras ocasiones, situarse en un prisma amenazante (el austero comentario musical que acompaña la vista del paisaje “lunar” donde se desarrolla la trama o la huida del protagonista del campo minero, al inicio de la cinta, se ven representados a través de sonidos secos y violentos, casi espectrales, desconcertantes premisas sobre las que se asienta una partitura verdaderamente original).
Con “Woman in the Dunes” y “The Face of Another”, Takemitsu alcanza el cenit artístico en su relación con Teshigahara, gracias a un ejemplar desarrollo de las estructuras motívicas y a un valiente diseño sonoro. En ambas, acude a la confrontación temática para poner de manifiesto el discurso subversivo del novelista. En “Woman in the Dunes” la arena emerge como el principal personaje de la trama, en tanto condiciona severamente la existencia de la pareja protagonista. De esta manera, la música se alza como retrato de la hostilidad del entorno, ayudando a que un elemento inerte (la arena) cobre vida y se comporte de manera orgánica. Takemitsu equipara los bruscos movimientos del terreno con los escarceos sexuales de la pareja, seres que han perdido parte de su humanidad anclados en un universo elemental en el que actúan como los primates de un zoológico. Un verdadero punto de inflexión tiene lugar al final de la cinta. Desesperado, Jumpei pide a sus captores que le dejen ver el mar. A cambio le exigen que haga el amor a la vista de toda la comunidad. La resistencia de la mujer impedirá la consumación de un acto, completamente deshumanizado, que es observado por los aldeanos mientras disfrutan de una fiesta tribal donde predominan tambores y máscaras. La aplicación de una música diegética otorga un fuerte componente realista a la secuencia, estimulando, con su teatralidad, el regreso al primer plano del concepto de alienación. Con esta sencilla premisa, Takemitsu logra trasmitir la verdadera esencia del relato: si los humanos se ven asociados a ritmos arcaicos, prehistóricos, se hayan sujetos a una violencia primitiva y atroz; la arena, dominada por la aparición de acordes muy sofisticados, evoca una forma de vida inteligente, adquiere una condición teosófica. Es en la plasmación de esa lucha donde Takemitsu nos muestra con crudeza la moraleja que se esconde tras esta fábula moral: mientras la naturaleza avanza, el hombre retrocede.
Esa confrontación, expresada a través del concepto de dualidad, se plantea de manera más trasparente y concisa en “The Face of Another”. Aquí, la música responde a la necesidad de subrayar la ansiedad y las ambivalentes emociones de Okuyama, pero especialmente su deseo de comunicación, de aceptación. Desfigurado, el personaje se comporta de una manera muy diferente a cuando recupera su vida social, resguardado tras el disfraz. Takemitsu establece una dualidad de planos sonoros que tiene por objeto “desenmascarar” al personaje: la música adquiere elementos disonantes cuando, oculto tras las vendas, siente el rechazo de su mujer o flirtea con la idea del suicidio. Nos enfrentamos a Okuyama como “individuo”, dominado por sus propias contradicciones. Sin embargo, la tonalidad se abre paso cuando, parapetado tras la máscara, el protagonista se relaciona con sus semejantes y pasa desapercibido entre la multitud, deja de sentirse observado y juzgado. Okuyama, como “ser que pertenece a un colectivo” interactúa con el entorno. En soledad, desequilibrado y aislado, Takemitsu retrata sus actos acudiendo a la armónica de cristal (instrumento cuyo peculiar sonido se ha venido asociando a la locura en cintas americanas como “Alguien Voló Sobre el Nido del Cuco” de Nitszche e “Inocencia Interrumpida” de Danna). Como despreciable cínico perdido entre la multitud (su médico le advierte: “las máscaras podrían destruir por completo la naturaleza humana”), Takemitsu lo identifica a ritmo de vals vienés (en las frecuentes reuniones con su doctor en un pub alemán, el tema es cantado por Beverly Maeda, con el propio compositor entre los figurantes, una polifonía cultural que contribuye al clima de ambigüedad existencial y pluralismo de personalidades en el protagonista). La misma melodía es aplicada a un enigmático relato paralelo en el que Teshigahara muestra a una joven mujer, con el lado derecho de su cara desfigurado, que seduce a su hermano en un acantilado (con ello, ¿Takemitsu no nos querrá decir que la mujer sólo vive en la imaginación de Okuyama, que representa su derrota?).
Para ella, el compositor de “Ran” reserva una contribución sonora inesperada cuyo funcionamiento es puramente motívico. Cuando la joven se adentra en los jardines de un sanatorio mental, los locos la rodean mientras realizan acciones autómatas. Repiten palabras, jadean, susurran frases inacabadas, provocando en el personaje reacciones de temor e inseguridad. En el siguiente plano, la joven tiende la colada con evidentes signos de felicidad (acentuados por una larga melena que oculta la parte de su rostro desfigurado). Un enajenado se le acerca por detrás e intenta forzarla. Es justo en ese punto donde Takemitsu inicia un comentario “no-musical” absolutamente genial, al valerse de las mismos balbuceos, de las frases inconexas y de los automatismos lingüísticos que presidían su llegada al manicomio, para, descontextualizados, retratar con ellos el intento de violación. En este clima de alienación, Teshigahara parece no reservar ninguna esperanza a Okuyama: su lado pasivo, representado en la mujer, consciente de su incapacidad para ser feliz, acaba por suicidarse; el activo, tras la máscara, termina asesinando.
Rodada en color y con la ayuda de un gran Estudio (Toho), “The Man Without a Map” es la última (y, desde luego, la menos interesante), de las colaboraciones del trío. El desgaste alcanza al propio Takemitsu, quien cierra la tetralogía con una música que pasa, por completo, desapercibida, forzando el distanciamiento del espectador respecto de la acción. El compositor se preocupa únicamente por crear borrosos estados de ánimo y atmósferas claustrofóbicas a través del empleo de “tape music”. Junto al arpa, un órgano Hammond, diversos instrumentos percusivos (marimba, vibráfono, etc…) y guitarras, aporta al conjunto un lineal tono apocalíptico que impulsa la acción a terrenos limítrofes entre ficción y realidad (un mismo tema acompaña la visión de los suburbios de Tokio o la escena de amor entre la esposa y el detective). Lamentablemente, su tema de créditos resulta demasiado convencional y se limita a seguir los parámetros comerciales de la época, fusionando jazz y pop.
Ese también es el punto de partida musical en el regreso de Teshigahara al cine cuatro años después con Summer Lovers (1972), cinta fallida incapaz de sobrevolar el marco histórico sobre el que se asienta. Aunque la trama se centra en dos jóvenes militares americanos que deciden desertar del ejército en el Tokio de finales de los 60 (en inglés esta figura se conoce como AWOL: Absent Without Leave o “Ausente sin darse de Baja”), el tono semidocumental empleado por el cineasta apuesta por mostrar la desubicación a menudo experimentada por los extranjeros en Japón. Ambos soldados son utilizados como peones políticos por parte de grupos radicales que se enfrentan al militarismo de la época y que apoyan la salida definitiva de las tropas americanas de suelo nipón, ante la perplejidad de unos jóvenes que sólo encuentran cobijo entre los habitantes marginales de los suburbios. Teshigahara se encarga directamente de la fotografía y prescinde casi por completo de la contribución del músico, en aras a resaltar el tono documental del relato. Takemitsu se limita a introducir, a través de apuntes fugaces, una fusión, rutinaria y comercial, de jazz y bebop en su escena de apertura y de subrayar la solicitud de auxilio de una prostituta a un grupo clandestino, en nombre de los desertores, a través de acordes disonantes.
La película es recibida con frialdad en Japón y desencantado, Teshigahara se refugia los próximos años en la Fundación Sogetsu. A la muerte de Sofu, su padre, en 1980, Hiroshi se convierte en director de la Escuela de Ikebana. Trascurridos doce años desde su última incursión en el mundo del cine, regresa al medio para hacer realidad un sueño que le persigue desde su visita a Barcelona en 1959, realizar un documental sobre la obra del arquitecto catalán Antonio Gaudí. La película es insólita y su audacia sobresaliente. Prescindiendo, casi por completo, del formato de entrevistas, la cinta propone un viaje al corazón de sus creaciones, a la visión única del genio, intentando desgranar sus influencias artísticas. La fascinación por el movimiento, epicentro del art Nouveau que triunfa en la Europa crepuscular del XIX, su sensual adaptación del gótico y el medievo o su pasión por la arquitectura tradicional, se ven reflejadas en una película que se centra en los detalles de su obra y plantea un paseo por un “universo arquitectónico futurista” en íntima conexión con el pasado. En ausencia de voz en off, la música se erige en fuente principal de comunicación con el público. Si el director apuesta por que sea la obra de Gaudí la que hable en su nombre, Takemitsu subraya lo que se esconde tras la creación, el motor que la impulsa. El uso de texturas electrónicas y de instrumentos percusivos, como la armónica de cristal, incitan a la recreación de un mundo muy personal en extraña convivencia con elementos litúrgicos y ornamentales del barroco (con el laúd y el recorder como exponentes) y con sonidos provenientes de la naturaleza (el ruido de las olas del mar sirven de presentación, por ejemplo, de La Pedrera).
Esa descarga de creatividad, no olvidemos que sustentada sobre una admirable contención instrumental, tendrá continuación en las dos últimas cintas que rueda el director para Shochiku, aunque los resultados no puede decirse que resulten atractivos. Rikyu (1989) es una bella película que recrea un incidente entre el maestro de té que da nombre a la cinta e Hideyoshi, su discípulo, último regente de la época medieval cuya muerte da inicio a la era Edo. La cinta plantea dos estilos de vida contrapuestos: la paz y la contemplación representadas en el sabio maestro del té frente al ímpetu y la osadía del guerrero. Mientras Rikyu le inculca austeridad y sencillez, el gobernador apuesta por la ostentación. Los ánimos expansionistas de Hideyoshi no encuentran predicamento en su maestro, confrontación que a la postre obliga al viejo sabio a morir por el rito del harakiri. Takemitsu apenas explora las posibilidades de la historia centrándose, como hiciera en el “Inn of Evil” de Kobayashi, en ofrecer dosis de tensión a la trama como punto cardinal sobre el que sustentar la equidistante visión que del mundo tienen maestro y discípulo. Sólo cuando su mirada se torna intimista (subrayando conversaciones entre Hideyoshi y Rikyu o la lección de humildad que trasmite el maestro al navegante portugués Stefano), Takemitsu invita a la emoción, acudiendo al empleo de sugerentes timbres obtenidos a través de la fusión de instrumentos como el sho, la viola de gamba, la cítara so de 17 cuerdas o el órgano.
En la última cinta de Teshigahara, que se inicia donde finaliza la anterior, Basara, the Princess Goh (1992), rodada con menos pulso y convicción, Takemitsu insiste en repetir fórmulas, aunque la música está lejos de aportar dobles lecturas a la historia. Acudiendo a una instrumentación más convencional, destaca, sin embargo, por el uso del ryuteki (flauta travesera, único instrumento melódico perteneciente al cuarteto que compone el teatro Noh), que se encarga de poner de manifiesto los componentes femeninos de una princesa demasiado hinchada de testosterona.
4. Masahiro Shinoda “Trabajar con Takemitsu es como una utopía. Luchábamos contra la falta de presupuesto. Recuerdo sesiones de sólo dos músicos, pero jamás Toru empleaba un número determinado por razones financieras. Era capaz de escudriñar la vida interior de los personajes y traducirla a música”.
Masahiro Shinoda ve la luz en un pueblo de la Prefactura de Gifu en 1931. De alta posición social (nace en el seno de una familia de terratenientes e influyentes políticos de su comarca), pronto se interesa por las Matemáticas y la Física, aunque como tantos otros desengañados con el papel de Japón en la Segunda Guerra Mundial, acaba por abandonar los estudios al encontrar en la fría racionalidad de la ciencia el vehículo sobre el que apoyar el ánimo expansionista de su país. De este modo, ingresa en la Universidad Waseda y se convierte en uno de los tres estudiantes de su promoción que se apunta al programa de Historia del Teatro, pasando a ser un especialista en noh, kabuki y bunraku (teatro de marionetas), lo que indirectamente le separa de sus coetáneos de la “Nueva Ola” (Nuberu Bagu). A diferencia del rupturismo inicial de los Oshima o Yoshida, obsesionados en sus primeros años con un cine de naturaleza política, a Shinoda, ferviente admirador de Mizoguchi y Ozu (no en vano, fue ayudante de dirección de este último), no le interesa una reconstrucción de la realidad de su tiempo a través de un género, el taiyozoku, que surge como respuesta a las revueltas estudiantiles provocadas por el AMPO (“Youth in Fury” o “Pale Flower” equivaldrían sólo de un modo subsidiario a “Cuentos Crueles de Juventud” de Oshima o “Rokudenashi” de Yoshida, como exponentes de una juventud rebelde que erosiona los cimientos del tradicionalismo japonés), sino que lo que le importa es un concepto representacional de la misma, qué idea superior puede alcanzarse a partir de ella.
La muerte de su madre en 1953 lleva a la familia a la bancarrota. Tras abandonar la Universidad en busca de trabajo, Shinoda aprueba un examen en Sochiku y entra como ayudante de dirección. El éxito comercial de “Ciudad de Amor y Esperanza (1959)” de Oshima, provoca que la productora, atenta a una nueva corriente de cineastas jóvenes, le ofrezca la oportunidad de dirigir su primera cinta. El resultado, “One Way Ticket for Love (1960)”, pasa bastante desapercibido. Será tras el triunfo de “Cuentos Crueles de Juventud”, cuando Sochiku decida apostar definitivamente por la juventud, aunque sus intereses cambiantes (no duda en secuestrar varios días “Noche y Niebla en Japón” de Oshima debido a las acusaciones de anarquista y subversiva que pesan sobre ella tras su estreno) provoca que muchos de estos nuevos directores la abandonen al cabo de los pocos años.
Su segunda cinta, Kawaita Mizummi (Youth in Fury / Dry Lake, 1960) resulta un éxito. Con ella, Shinoda inicia su colaboración con Takemitsu (trabajarán juntos en 16 de las 32 películas que conforman la filmografía del director) y con la que será su esposa y actriz fetiche, Shima Iwashita. La frustración y el pesimismo son el eje central de una historia que firma el irreverente Shuji Terayama (poeta, cineasta y artista paradigmático del movimiento “Fugitivo”, cuyo lema “Tira los libros y sal a la calle” resume su filosofía). Mikami es un estudiante radical que idolatra a dictadores como Hitler y Castro. Asiste a fiestas celebradas por sus amigos ricos en las que habla de política y se plantea luchar contra un gobierno, vendido a los americanos, en el que no cree. Mikami radicaliza sus posturas y planea una cadena de atentados hasta que es detenido por la policía. Takemitsu opta por retratar un Japón colonizado por estilos como el jazz y los ritmos latinos. La partitura hace gala de un notorio formalismo a medida que el personaje se distancia de sus amigos ricos, para dejar paso a un recurrente tema central que se asocia, de manera exclusiva, a su comportamiento subversivo.
Tras seis películas en un periodo de dos años, Shinoda se reencuentra con el compositor en Namida o Shishi no Tategami ni (Tears on the Lion´s Mane, 1962), donde sigue explorando la desilusión de la juventud japonesa de posguerra. La historia gira alrededor de Saburo, un joven que trabaja para una compañía naviera en Yokohama, donde mata accidentalmente a un líder sindical que resulta ser el padre de su novia. El joven se expresa a través de una guitarra, pero las tendencias populares de su música no siempre son políticamente correctas. Takemitsu refuerza el discurso nostálgico de Shinoda con una bellísima partitura que anclada en el jazz se expande, con el uso de las cuerdas, hacia una perspectiva melancólica del desencanto de su protagonista con la sociedad japonesa de la época.
Pero Shinoda pronto abandona el cine reaccionario, en el que se haya inmerso, por ejemplo Oshima, y amplia la temática de sus filmes. En adelante, los dilemas morales que enfrentan tradicionalismo y modernidad, los fantasmas del pasado que abocan a un sufrido presente y a una idea del destino que comporta una muerte cruel como liberación, o el retrato de amores imposibles en lucha contra un código moral y ético que coarta la libre elección del individuo (acercándose con ello al cine humanista de Kobayashi) pasarán a ser los temas centrales de sus películas.
En su acercamiento al jidai-geki, Shinoda hace gala de una singular dialéctica. En Ansatsu (The Assassination, 1964), reflexiona sobre la ambición y el poder en plena decadencia del Shogunato, a las puertas de la restauración Meiji que a finales del siglo XIX convertirá a Japón en un estado moderno (época retratada ricamente en el cine japonés, a través de muestras sugerentes como “Eijanaika” de Imamura o la reciente “Gohatto” de Oshima). Dos facciones políticas, encabezadas por influyentes samurais, defienden, por un lado al Shugunato y por otro al Emperador. Uno de ellos, Hachiro Kiyokawa, después de largos años de fidelidad al Monarca inicia un acercamiento táctico al Shogunato. Esa traición es vista con recelo por ambas partes. Sus hasta ahora seguidores no entienden las razones de su comportamiento y se enfrentan a él. Los nuevos aliados sospechan de sus verdaderas intenciones y contratan a un asesino para que acabe con su vida una vez cumpla el objetivo, matar al Emperador. Hachiro deberá dejar a un lado sus escrúpulos, como prueba creíble de su traición al Emperador, para infiltrarse en las líneas enemigas y desestabilizar el poder del Shogunato.
Para explorar la psicología de Kiyokawa, adentrarse en el corazón del hombre, Shinoda abandona la narración cronológica y evita una progresión racional de la trama. Tomando como referencia el “Ciudadano Kane” de Welles, intenta penetrar en la verdadera identidad del samurai a través del uso del flashbacks, adoptando una amplia gama de puntos de vista narrativos, entre los que incluye a su discípulo, al asesino y a su amante (lo que la conecta al “Rashomon” de Kurosawa). Hábilmente, Shinoda se introduce en el ensayo para otorgar a este “Asesinato” una asombrosa resonancia contemporánea. Takemitsu contribuye con una música sobria construida sobre dos instrumentos, apelando con ello a la doble personalidad de Hachiro: su ambigüedad política, esa posición indeterminada entre el Shogunato y el Emperador que da lugar a malentendidos y traiciones, se asocia al empleo del piano preparado, subrayando las intrigas y el episódico tratamiento de relatos épicos que sobre su vida se exponen a través de los flashbacks. En el otro extremo, el shakuhachi nos adentra en su lado más humano, retrata su debilidad y flaqueza en el cumplimiento del deber. Así, cuando Hachiro confiesa a su amante haber matado por primera vez a un hombre, Takemitsu acude a un tema desgarrador para retratar el derrumbamiento emocional del samurai. Esa melodía al shakuhachi volverá al primer plano con la muerte de Hachiro. Presentada como una figura imbatible y poderosa para todos sus enemigos, que Takemitsu utilice el tema en su derrota final supone la constatación de la condición mortal que éste adquiere para su asesino.
Menos profunda y conseguida, Ibun Sarutobi Sasuke (Samurai Spy, 1965) toma como trasfondo histórico el inicio del Shogunato. Shinoda retrata un país atestado de espías que trabajan para poderosos clanes (respuesta a la japonesa de los turbulentos años de guerra fría que dominan el panorama mundial de la época). Como en “Ansatsu”, la traición ocupa el epicentro del relato. La película bascula entre la intriga política y la historia de amor convencional, resultando una interesante fábula de acción gracias a la teatralidad de la que hace gala Shinoda, quien incluye planos largos y sostenidos para elevar la fuerza del discurso. Takemitsu se preocupa de traspasar las propias barreras estilísticas del chambara en aras a proponer un mayor dramatismo. Su música despoja a la muerte de cualquier significación gloriosa, elimina la ornamentación propia del bushido. Alejado de los clichés del género, se muestra contenido y emocionante a través del empleo de flautas y cuerda.
En el fondo, Shinoda trata de mostrar las contradicciones del sometimiento a un código ético y moral. Todo su ceremonial no es más que una compilación de normas rígidas, violentas y abusivas, que oprimen la libertad del individuo y se contraponen a sus deseos más íntimos (aspectos que se harán marcadamente presentes cuando adapta los bunraku de Chikamatsu, donde no queda más remedio que elegir entre el código o el amor). Ese es el planteamiento de una de sus películas más interesantes, Kawaita Hana (Pale Flower, 1964). Inmersa en la tradición del “cine de yakuzas”, la cinta retrata la erosión y el desgaste emocional de un criminal, escéptico con todo lo que le rodea. Nihilista convencido, ha dejado de creer en su propia organización, a la que acude después de tres años en la cárcel por matar a un miembro de una banda rival. Muraki entiende la lucha como una actitud individual por encima de su clan y siente una profunda falta de empatía hacia el nuevo rumbo que ha tomado el país. Todo ello compromete su juramento a un código, el jingi, que entiende arcaico y desfasado. Quizás la película de Shinoda más estéticamente occidental (su expresionismo abstracto remite al cine negro de Lang o al manierismo formal de Antonioni), “Pale Flower” es una lúcida visión del rápido crecimiento económico de Japón y la lenta adaptación de la población madura a ese torbellino de cambios.
Frecuentando los bajos fondos y los salones de juego, donde apuesta grandes cantidades de dinero, Muraki conoce a la joven Saeko, una adolescente rebelde que viste ropa deportiva, adora los coches caros, la velocidad y el riesgo. En una de sus partidas clandestinas, tropiezan con un enigmático yakuza, Yoh, que ha huido de Hong Kong por matar a un hombre. Su pálido rostro llama la atención de Saeko, a la que primero seduce y luego asesina. Cuando Muraki descubre el fatal desenlace, la convierte en su heroína (“no me interesa conocer el porqué de su muerte, sólo sé que a partir de ahora la adoraré…. precisamente porque ha muerto”). La película respira pesimismo e incide en la naturaleza animal del hombre (Muraki vuelve a los suburbios y descubre cómo en su ausencia ha tenido lugar un boom inmobiliario: “los hombres son bestias que viven en jaulas”, proclama).
Takemitsu contribuye con una partitura breve, pero muy precisa. El ambiente nocturno de la gran ciudad, los bajos fondos, se ven asociados a un jazz caótico y opresivo, mientras que en los clubes visitados por Muraki se respira un jazz mucho más elegante, haciendo hincapié en una fachada que trata de ocultar la gran variedad de criminales y delincuentes que los frecuentan. Buen ejemplo de esta exploración jazzística es la aparición del enigmático tema principal sobre un primer plano de Yoh, fondo musical que, con posterioridad, Takemitsu aplica a las excitantes apuestas clandestinas de Muraki y Saeko (llega a sustituir el verdadero sonido de las cartas al barajarse por un clásico baile de claque, estilizando aún más las partidas) o al reencuentro del protagonista con un misterioso amor del pasado. También resulta atrevido el coreografiado enfrentamiento entre Muraki y Yoh, apoyado sobre el empleo de voces, o el recurso de utilizar el “Dido y Aeneas” de Purcell en el clímax final, ya que al actuar en contraposición a la imagen, resalta la patología asesina de un Muraki cuyo proceso de deshumanización crece a medida que descubre su incapacidad para adaptarse a los nuevos tiempos.
El amor imposible, su sometimiento a un código y a unos condicionantes sociales que lo impiden, forman el nudo central de las obras de bunraku (títeres) escritas por Monzaemon Chikamatsu y adaptadas al cine por Shinoda, Shinjû: Ten no Amijima (Double Suicide, 1969) y Yari no Gonza (Gonza, The Spearman, 1986). La primera, versionada libremente unos años antes por Kenji Mizoguchi en “Los Amantes Crucificados” (más tarde Masumura se atreverá con otro remake), es una de las cintas más importantes de Shinoda, quien comparte con el dramaturgo su punto de vista fatalista, donde el destino espera y el hombre es incapaz de escapar a él. En la Osaka del siglo XVIII, Jihei, un comerciante casado, está profundamente enamorado de la cortesana Koharu, pero no dispone del dinero suficiente para comprarla. La familia de Jihei le prohíbe verla, pero la obsesión de uno por el otro les condena al suicidio como única forma de mantener a salvo su amor. Frente a la cadencia y los largos planos de Mizoguchi, Shinoda opta por una narración deliberadamente teatral: sus personajes no sólo no pueden traspasar el marco de los decorados (cuando lo hacen, fruto de la ira, encuentran otro más allá que les devuelve a la ficción), sino que se ven continuamente acompañados por los titiriteros del bunraku, como constatación de la artificialidad del conjunto. En esta ancestral forma teatral, el títere requiere del uso de tres hombres trabajando al unísono para su manipulación. En “Double Suicide” los titiriteros, enmascarados tras su gasa negra, no se encargan de articular las marionetas, sino que sustituidas éstas por actores de carne y hueso [la cinta parte de lo real (los ensayos) para adentrarse con rapidez en lo ficcional (la propia representación)], se limitan a observar a los personajes dirigirse a su destino o en palabras de Shinoda: “se comportan como agentes para los espectadores que quieren penetrar en la verdad del dolor de los amantes”. La utilización de agentes externos como forma sobre la que canalizar el sufrimiento de los personajes es un recurso habitual en el cine japonés (en la magistral “Manji” (1964) de Yasuzo Masumura, un misterioso psicólogo ejercerá de vehículo para la transmisión de las emociones de la protagonista al público).
Takemitsu, quien deja clara su implicación en la cinta al ejercer también labores de guionista, se muestra tremendamente respetuoso con el bunraku al acudir a sus propios signos de identidad: a un cantante gidayu y al empleo de su instrumento más tradicional, el shamisen. Esto tiene lugar en los interiores escénicos donde se suceden, con estricta formalidad, los antecedentes de la tragedia, pero traspasa los convencionalismos teatrales con un uso de la instrumentación más audaz, incluyendo los sonidos de una conversación telefónica o percusiones como el gamelán y las campanas de un templo budista, a medida que la acción se aleja de la ficción. Contenida, la música parece surgir desde un hábitat diegético para resaltar la propia condición teatral de lo narrado. Takemitsu, sin embargo, renuncia al formalismo del bunraku cuando se adentra en la psicología de los personajes: abandonado por su mujer y apoyado sobre un uso efectista de la cámara lenta, Jihei irá traspasando escenarios en un desesperado intento por huir del marco teatral, mientras la música, arraigada en su subconsciente, describirá el intento de evasión. La sucesión de cuadros narrativos oníricos que fusionan mito y realidad conforman la principal peculiaridad de “Doble Suicidio”. Pero esa necesidad de trascender el teatro de marionetas se hará mucho más evidente en el clímax final. Tras matar a Koharu, Jihei, con la ayuda de los titiriteros, utiliza su cinturón para ahorcarse. La escena, envuelta de una atmósfera insana, es rodada completamente en exteriores. Para remarcar la perturbación del desenlace, Takemitsu, de nuevo sorprendente, acude a una frase modal obsesiva ejecutada por una flauta turca.
En “Gonza, The Spearman”, la fatalidad regresa al primer plano. Gonza es un samurai al que todos envidian: los hombres por su habilidad en las artes marciales, las mujeres por ser el hombre “perfecto” al que todas desean. Él aceptará un matrimonio de conveniencia con la hija de una familia de buena posición a cambio de los secretos que de la ceremonia del té guardan celosamente de una generación a otra. Cuando Osei, la madre, le deja leer a escondidas los escritos, el envidioso Bunnojo se hará con sus cintos proclamando el adulterio de ambos. Esa falsedad les aboca a un suicidio para dejar a salvo su honor. Osei, sin embargo, propone a Gonza vivir como marido y mujer, al entender que el honor a salvaguardar es el de su marido. Poniendo en práctica las normas del código ético, el esposo deberá encontrarlos y matarles. Sin ninguna concesión al oyente occidental, Takemitsu se adentra en el drama a través de un cantante noh, algo inhabitual en el bunraku pero esencial aquí al dar primacía a la formalidad y linaje de los protagonistas. El compositor ayuda a establecer la rigidez moral del relato acudiendo a instrumentos que formalmente se ven aplicados a la condición social de sus personajes (shamisen, kokyu, shinobue, etc).
El componente de la fatalidad, centrado en una figura sufriente femenina, supone un claro acercamiento al discurso fílmico de Mizoguchi. Ese compromiso llega, en algunas cintas a adoptar componentes estéticos como el uso de tomas largas y lejanas, o el empleo de planos equilibrados con elegantes movimientos de cámara. Tras la utilización de estos modelos en películas como Utsukushisa to Kanashimi to (With Beauty and Sorrow, 1965) basada en una novela de Kawabata o la prebélica Akane-gumo (Clouds at Sunset, 1967), en las que Takemitsu imprime a la narración un sello bastante impersonal (incluyendo un uso afrancesado del clavicordio), el compositor alcanza mejores resultados en Sharaku (1995), su última partitura para el cine, donde Shinoda se centra en la figura del pintor de tablillas del siglo XVIII que da nombre a la película, coetáneo a otros maestros como Hokusai y Utamaro (éste último retratado por Mizoguchi en el clásico “Utamaro y sus Mujeres”). Takemitsu, con un valiente manejo del color orquestal, nos invita a un ejercicio contrapuntístico de primera, fusionando instrumentos tradicionales con una dixieland y una orquesta de corte contemporáneo, mezcla con la moderniza la historia, le confiere atemporalidad, universalizando sus paradojas.
La afinidad de Shinoda con el director de “Cuentos de la Luna Pálida” encuentra su mejor exponente en Hanare Goze Orin (Orin/Banished, 1977), historia de tintes trágicos que arranca en 1920. Orin es una niña ciega entregada por su tío a unas Goze para evitarle un incierto futuro en la prostitución. Las Goze son cantantes virginales que tienen prohibido el sexo y que en la ceremonia de su primera menstruación son casadas con Buda. Violada aún en su adolescencia, Orin, expulsada del grupo, emprende un viaje a ninguna parte en compañía de Senzo, un misterioso joven que oculta un pasado escabroso. Buscado por la policía por desertor y criminal, ejerce de guía de una Orin que se gana la vida tocando el shamisen, hasta que es forzada por un viejo boticario y Senzo decide cobrarse venganza. Tras ser ajusticiado, Orin deberá continuar sola su viaje a lo largo de un Japón inmerso en un creciente y peligroso militarismo. Takemitsu crea un score dominado por pasajes mahlerianos e impresionistas, acudiendo a un tema recurrente, el de Orin, que emerge conectado a los sentidos, instalado en su imaginación para, desde ahí, adoptar un tono representacional de la realidad. La música se vincula a un mundo utópico e irreal apoyado sobre una naturaleza mágica y evocadora. Junto a esa visión condescendiente que tiene Orin de cuanto la rodea, incluida su percepción sobre el resto de personajes, Takemitsu, en contraposición, nos ofrece su contacto con la realidad a través del empleo del shamisen y de las canciones populares con las que se gana la vida. Éstas, empleadas diegéticamente, cumplen una función extradiegética cuando se utilizan para subrayar su necesidad de amar y ser amada, como muestra de su incapacidad para aceptar el rechazo que provoca su ceguera en los demás.
Otro tema recurrente en la filmografía de Shinoda es la aparición de fantasmas del pasado cuya función es turbar el bienestar presente. En estas obras, donde prima lo psicológico, Shinoda expone la “pathos” como premisa a partir de la cuál se comprende la infelicidad en la que viven sumidos unos personajes sin posibilidad de curación. Espectros físicos pueblan su particular kaidan, Sakura no Mori no Mankai no Shita (Under the Blossoming Cherry Tree, 1975), historia de fantasmas en la que un hombre que vive en las montañas, asaltando transeúntes, secuestra a una bella mujer para hacerla su esposa. Se doblega a sus caprichos, mata a sus numerosas concubinas y corta cabezas a diestro y siniestro para alborozo de aquella. Cansado de esa vida y tras ser apresado por la policía, el hombre huye y vuelve a las montañas. La mujer le acompaña, pero al pasar bajo unos cerezos en flor, él enloquece y la asesina al tomarla por un demonio. La historia nunca cumple las expectativas previstas y se derrumba como un castillo de naipes a medida que la trama se complica. Eso sí, tanto la cálida fotografía de Tatsuo Suzuki como la música de Takemitsu, interesado en aportar al relato elementos fantasmagóricos a partir del empleo de una misteriosa voz y de disonancias en la cuerda, resultan destacables.
Por el contrario, Shinoda logra una de sus mejores películas con la insana Kaseki no Mori (The Petrified Forest/The Forest of Fossils, 1973), cuya trama resulta difícil resumir en pocas líneas. Narra la historia de Haruo, un joven obsesionado con la muerte que rehuye cualquier tipo de emoción básica, incluida el aprecio por una madre a la que detesta. Estudia en el Hospital de la Universidad y fantasea con la idea de matar a su profesor por mentir a una mujer cuyo hijo queda sordo tras extirpársele un tumor. Un encuentro con Hideko, joven estudiante que ahora trabaja en una peluquería, dará pié al inicio de una relación amorosa. Haruo haya en la chica el aliado perfecto con la que experimentar la idea de la muerte y juntos envenenan al dueño de la peluquería. Hastiado y determinado a abandonarla, Haruo se arroja en los brazos de Kikue, la mujer cuyo hijo ha quedado sordo. Hideko decide confesar a la madre de Haruo el crimen que ambos han cometido, pero ésta, a pesar del rechazo de su hijo, la envenena para protegerle. La cinta reflexiona sobre la incomunicación y sobre una juventud, la japonesa de los 60, cuya rebeldía adquiere tintes patológicos. La partitura es impenetrable, durísima y árida, uno de los trabajos más complejos de su autor. Sin embargo contribuye en gran medida a que la película resulte asfixiante, simbolizando el odio de Haruo por su entorno, su comportamiento errático y su incapacidad de amar, además de subrayar inteligentemente las dolorosas relaciones sexuales que éste mantiene con Hideko y Kikue.
Si Haruo se muestra atormentado por una insatisfactoria relación materno-filial, Isaburo debe afrontar su destino reencontrándose en una isla del Pacífico con Otake, un brutal y despiadado ex policía militar que ha asesinado a sus padres en Shokei no Shima (Punishment Island, 1966), la primera película independiente de Shinoda tras abandonar Shochiku. A través de flashbacks vemos como Otake maltrata a Isaburo en su infancia e intenta matarlo arrojándole por un acantilado. Años más tarde Isaburo regresa a la isla para cobrarse venganza (asumiendo el resarcimiento propio del jingi, la afrenta se resuelve con un dedo del militar). Aunque la partitura no alcanza los cinco minutos de duración, su incidencia en la trama resulta excepcional. A través de una música austera, anémica, Takemitsu penetra, durante los créditos, en el frágil andamiaje psicológico de Isaburo. Sólo en dos escenas más volverá a hacer acto de presencia: el intento de asesinato de Isaburo en el acantilado y la muerte real de sus padres a manos de Otake. Takemitsu conecta dos escenas que han sido narradas a través de flashbacks. La música emerge completamente enajenada, no como refuerzo de la violencia explícita plasmada en pantalla, sino como una muestra del odio que alimenta la sed de venganza de Isaburo. Desde ese punto de vista, Takemitsu logra con creces que sintamos la misma compasión por él que por el arrepentido Otake.
Chinmoku (Silence, 1971) plantea, por su parte, varios dilemas interesantes. Dos jesuitas portugueses, los clérigos Rodrigues y Garrpe, en su búsqueda del desaparecido padre Ferreira, se trasladan clandestinamente en pleno siglo XVII desde Macao a Japón, lugar donde el cristianismo es considerado herejía. Ocultos en una montaña, imparten sacerdocio entre los cristianos de una pequeña aldea. Avisada la autoridad de su presencia, comienzan a ejecutar a los lugareños, quienes optan por la muerte antes que por la delación. Debido a ese silencio, el Padre Rodrigues huye para evitar más sacrificios, pero en su camino será traicionado por el débil Kimijiro, iniciando su propio calvario. Aunque la película resulta aburrida y exasperadamente dogmática, entre otras razones por la falta de credibilidad que trasmite su erróneo casting, Takemitsu da muestras de su genialidad con la creación de un brillante tema central para dos arpas, percusión y laúd. El tema se ve asociado a la condición religiosa de los jesuitas y a sus seguidores, acompañando la entrada furtiva de los clérigos en Japón o el primer sacrificio de los aldeanos. Con ello, la música robustece la idea central de la película: la fuerza de la fe y la valentía para llevarla hasta sus últimas consecuencias frente al poder establecido. Cuando Rodrigues encuentra a Ferreira, que ha renunciado a la fe y escribe libros en contra del cristianismo (“Japón es un pantano donde no crece ninguna semilla”, exclama), descubre que esa renuncia no se ha producido por las torturas a las que ha sido sometido sino por el silencio de Dios ante la muerte y la injusticia. El discurso le vale a Shinoda para arremeter contra la actuación de los misioneros, de modo que Rodrigues acaba por seguir los pasos de Ferreira y renunciar a Cristo. Takemitsu subrayará melancólicamente el resultado de la apostasía, traspasando el tema, que hasta ahora mostraba la inquebrantable fe del sacerdote, a la atormentada relación sexual que mantiene, finalmente, con una geisha.
12-noviembre-2010
© Miguel Ángel Ordóñez, 2010
(Prohibida la reproducción total o parcial del mismo sin el consentimiento del autor).
Enlace: Takemitsu: Imágenes desde el Pentagrama (Parte I)
Enlace: Takemitsu: Imágenes desde el Pentagrama (Parte III)
|
|
|
|
© 2005-2024 Copyright. Scoremagacine. |
|
|