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Takemitsu: Imágenes desde el Pentagrama (I) Por Miguel Ángel Ordóñez |
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1. Toru Takemitsu: Un Perfil Si el cine nació en el salón de un viejo Café de París en 1895, tan sólo un año después aparecen documentados los primeros indicios de su llegada a Japón. Sin conciencia de industria, el país del Sol Naciente vio asociado su temprano cine al tradicional teatro kabuki y al moderno shimpa. Su plena eclosión, iniciados los años 20, acabará alejando la cámara de su imaginario escenario teatral. El “chambara” (contracción de dos términos para definir el ruido, el de las espadas al chocar y el de la carne al ser despedazada), o cine de samurais, copa buena parte de la década hasta la irrupción de la Primera Edad de Oro, momento en el que surgen nuevos cineastas con verdadera conciencia artística. La aparición de los tempranos filmes de Ozu, Mizoguchi o Naruse, conduce la ficción hacia el interior del hogar japonés, mostrando abiertamente las relaciones paterno-filiales y produciendo una apertura hacia problemas modernos y clasistas.
Inmerso Japón en una corriente temática más cercana al mundo occidental, Toru Takemitsu nace un 8 de octubre de 1930 en la capital, Tokio. La lucha entre las nuevas ideas promovidas por un grupo de intelectuales (que años más tarde formarían la Asociación de Cineastas) y el apego a las viejas tradiciones culturales dan lugar a un creciente militarismo encabezado en la figura de Hirohito. La búsqueda de una modernización de Japón y de su expansión imperial, llevan aparejados un fuerte crecimiento del nacionalismo y del culto al Emperador. La enérgica represión hacia el comunismo, inspirada en los fascismos europeos, apuesta por una ideología en la que prima la esclavitud feliz y sumisa de los hombres en nombre de la grandeza de la patria.
Un mes después de su nacimiento, Takemitsu se traslada junto a sus padres a la provincia de Manchuria, colonia en territorio chino anexionada por Japón tras la guerra con Rusia en 1905. Parte de la herencia musical recibida por el músico proviene directamente de su progenitor, ferviente intérprete de shakuhachi y apasionado hombre de jazz. Una grave enfermedad del padre supone un nuevo traslado de la familia a Tokio en 1938, donde éste fallece. Los años venideros embargarán de una profunda tristeza al joven Takemitsu. Obligado a vivir con su tío, tras ser entregado a él por su madre, inicia bajo su tutoría la escuela primaria. Junto a éste y su esposa, profesora de koto, vive rodeado de sonoridades de la música tradicional del país, forjando hacia ellas un severo rechazo.
Tras la entrada de Japón en la Segunda Guerra Mundial, Toru abandona sus estudios y es enviado a trabajar a una base militar en Saitama en 1944, donde sólo se admiten las canciones castrenses. En este ambiente duro y mísero, nace su pasión por la música. Según confiesa años más tarde, entra en contacto con la música Occidental (de la que queda enamorado) al escuchar a escondidas, junto a otros jóvenes reclutas del campamento, el “Parlez-moi d´amour”, interpretado por Lucienne Boyer en un viejo gramófono.
Finalizada la guerra, se produce un segundo florecimiento del cine japonés. Nuevos talentos como Kurosawa, Kobayashi, Shindo o Ichikawa son ahora tenidos muy en cuenta. La receta consiste en alejarse de los viejos temas clásicos y volcarse en las consecuencias que ha traído la guerra al país, mostrando el profundo pesimismo que abraza a la sociedad japonesa tras la derrota, los brutales efectos de Hiroshima y Nagasaki. Así, florece un cine de corte humanista e individualista que sirve de perfecta excusa para la representación simbólica de un ciudadano acosado por el complejo de culpa. Ocupado el país por los americanos hasta 1952, Takemitsu comienza una formación autodidacta reforzada por el contacto con músicos amateurs y profesionales. En 1946 entra a formar parte de un coro y más adelante trabaja para una Oficina de Recreo del ejército americano en la que ejerce de pinchadiscos. El salario consiste, básicamente, en la oportunidad de utilizar el piano de un teatro durante el día. Convaleciente de una larga enfermedad, a través de la radio de ocupación conoce las composiciones de Mahler, Gershwin, Messiaen, Debussy y Cesar Frank, convirtiéndose todos ellos en su nueva fuente de inspiración. En estos años entabla amistad con Hiroyoshi Suzuki, con quien explora diferentes tipos de música, y logra estudiar con personajes reconocidos en el campo de la música nacionalista.
En 1948, el compositor Yasuji Kivote acepta a ambos como alumnos tras escuchar varias de sus composiciones. Los dos se introducen en la Shinsakkyoukuha (Grupo para la Nueva Composición) y entran en contacto con otros músicos como Fumio Hayasaka y Yoritsune Matsudaira. En 1951 Takemitsu funda el Jikken Kobo (Oficina Experimental), un grupo artístico de naturaleza anti-académica interesado en la colaboración para proyectos multimedia. A través del grupo dan a conocer a la audiencia japonesa a un número importante de compositores occidentales, de entre los que se deja notar la predilección del compositor por John Cage, por la música experimental y concreta, así como por el sello de los autores que más van a influir en su estilo: Debussy, Messiaen y Webern.
Que Takemitsu se convierta en el primer compositor japonés en llamar la atención de Occidente no es sino una cuestión de azar. Tras visitar Tokio en 1959, Igor Stravinski es reclamado para oír cintas grabadas con música de compositores japoneses. Sus anfitriones reproducen por error la cara contraria de una casete en la que aparece grabado el “Requiem para Orquesta de Cuerda” (1957), obra concebida por Toru en memoria de Hayasaka. Stravinski solicita escucharla al completo y una vez finalizada la alaba profundamente. De este modo, el destino marca el inicio de una carrera de éxito internacional que convertirá a Takemitsu en uno de los músicos más influyentes del siglo XX.
Si su obra para las salas de concierto ha sido admirada y desmenuzada en numerosos artículos, que se han encargado de glosar las diferentes etapas e influencias presentes en su estilo, abarcando la adopción del lenguaje disonante, la construcción de complejas formas modales y de técnicas aleatorias, o el posterior interés por la música tradicional japonesa y la concepción del llamado “mar de la tonalidad”; su obra fílmica ha pasado completamente desapercibida para una pléyade de estudiosos que han mostrado escaso interés por una faceta tildada, despectivamente, de arte subordinado. Olvido inaceptable, más aún cuando el propio Takemitsu considera su obra cinematográfica como “su pasaporte hacia la libertad”. Si Messiaen está presente en “Quatrain II” (1977) (hasta el punto de pedirle permiso al maestro francés para utilizar la misma instrumentación de su famoso “Cuarteto para el Fin de los Tiempos”) o Debussy impregna el color de “Quotation of Dream” (1991) (incluyendo citas literales a “La Mer”), la música para cine de Takemitsu no deja a un lado esas influencias, como tampoco los atrevidos timbres orquestales logrados a través de una inusual combinación de instrumentos, eje de su obra de concierto, dejan de ser una “marca de fábrica” en su acercamiento a la música aplicada.
La pasión por el color, la traslación del concepto de “jardín japonés” al pentagrama (“La orquesta representa la arena, las rocas, los árboles y la hierba, el piano los caminantes”), su obsesión por el silencio como forma musical a la altura del sonido (“Los sonidos vendrán del silencio. Un sonido siempre confronta un silencio”; “se ha demostrado que los delfines se comunican no con sus juguetonas voces, sino con los variados intervalos de silencio entre los sonidos que emiten, un descubrimiento que induce a pensar”) o su maestría a la hora de contraponer instrumentación tradicional japonesa (biwa, shakuhachi, etc...) con orquesta occidental como forma de vivificar la extrañeza del sonido que es única para esos instrumentos, son conceptos que aparecen en su obra para cine. Es más, en ocasiones lo hacen con anterioridad a su desarrollo dentro del campo concertístico, demostrando con ello los niveles de igualdad jerárquica que para Takemitsu gozan ambas disciplinas.
Tras unos inicios cinematográficos marcados por la necesidad económica -gran parte de sus trabajos para Noboru Nakamura oscilan entre un homenaje a la música romántica del cine americano y a su interés por el jazz, demostrando la influencia de su padre y de Duke Ellington en estas composiciones (“Mis profesores son Ellington y la naturaleza” afirma durante una entrevista)- puede hablarse, iniciados los 60, de un Takemitsu experimental que apuesta por la aplicación de nuevos colores sonoros, un concepto que no tiene tanto que ver con obtener nuevos sonidos de la película, como con la idea de que éstos entren a formar parte de la misma, estableciendo un puente entre música y cine, artes paralelas en su manipulación del tiempo y el espacio.
Su entusiasmo por el cine (confesaba devorar unas 300 películas al año) y por la música pop, demuestran su insaciable apetito por la cultura popular. Una pasión que con los años le lleva a seleccionar concienzudamente sus trabajos para la gran pantalla, leyendo anticipadamente el guión y presentándose en el set de rodaje “en cuanto puedo, para capturar la atmósfera de la película”. A aquellos que le acusan de realizar una música hermética e inaccesible sólo cabe recordarles que detrás de “Alone on the Pacific” o “Red and Green”, paradigmas de la influencia de la “Golden Age hollywoodiense” en su obra fílmica, se encuentra el mismo músico audaz de “Women of the Dunes” o “Kwaidan”. Que la feroz innovación presente en la, por momentos, improvisatoria “The Pitfall” nada tiene que ver con la compleja y densa orquestación de “Rikyu”, por mucho que ambas pertenezcan al mismo director, aún separadas entre sí por casi tres décadas, o que el brillante uso de instrumentos tradicionales japoneses en “Harakiri” se asemeje a la mahleriana solidez de “Ran”.
No cabe duda que la influencia de Takemitsu en la llamada Tercera Edad de Oro del cine japonés (aquella que cubre un período de 10 años, entre 1961 y 1970, donde el germen de un nuevo cine corre en paralelo al descontento de los jóvenes de izquierdas), se antoja indiscutible. En 1960 y con motivo de la firma de un nuevo Tratado de Seguridad entre Japón y Estados Unidos, conocido como Ampo, se producen numerosas revueltas estudiantiles que lo toman como objetivo central de sus protestas. Un nuevo núcleo de cineastas, hijos de la ocupación que han occidentalizado las formas y los contenidos de su cinematografía fomentando valores como la democracia y la libertad, aprovechan la crisis del medio para realizar un cine atrevido donde critican al gobierno y al Emperador (“Noche y Niebla en Japón” de Oshima es secuestrada por unos días al tomar partido por las revueltas). La irrupción de la televisión, la quiebra de compañías de producción o la disminución del número de lanzamientos, no evita que florezcan nuevos directores con mucho que decir, como los que forman parte de la llamada Nueva Ola (Nuberu Bagu), fenómeno paralelo a la Nouvelle Vague francesa, en el seno de los estudios Shochiku. El movimiento, al contrario que en Francia, nace dentro de la propia industria y en los primeros momentos, por exigencias comerciales, ruedan en Cinemascope y en color, para más tarde trabajar con métodos “underground”, en favor de una mayor libertad creativa.
En realidad, nos enfrentamos a un nuevo cine independiente cuya concepción se encuentra bastante alejada de las pautas marcadas por los franceses de “Cahiers”. Nagisa Oshima, Masahiro Shinoda y el documentalista Susumu Hani, entre otros, son sus precursores, de suerte que conviven tres formas vivas y diferentes de hacer cine en el país (la de los tradicionalistas clásicos, los que apuestan por un cine de corte humanista y la visión rupturista de estos nuevos “enfant terribles”). Lo interesante es constatar cómo esta misma rebeldía se traslada a directores que han dado sus primeros pasos en la década anterior. El cine de los Kobayashi o Ichikawa se radicaliza para invadir nuevas esferas, mucho más crípticas, en el tratamiento de sus historias. Es a este marco, al que Takemitsu contribuye de manera decisiva. El cine de estos autores gana en profundidad y vanguardismo, al tiempo que el impacto sonoro (y no sólo visual) derivado de esta nueva forma de “sentirse japonés”, coloca a Takemitsu en un plano de creatividad difícilmente equiparable al de ningún otro compositor del resto de cinematografías mundiales. En su condición de artistas libres, realizador y músico se fagocitan, lo que manifiesta la capacidad del compositor de adaptarse a una escena tanto como la flexibilidad de ésta al parecer previamente coreografiada. El resultado es una música que pierde mucha de su información genética al verse despojada de la comunión con unas imágenes que no sólo le sirven de marco, sino que llegan a condicionar su propia naturaleza.
El legado de Takemitsu al cine no puede entenderse sin la herencia trasmitida por un grupo de directores que utilizan la música como una parte fundamental de sus historias, un personaje oculto de apariencia tan física como lo son esos fantasmas que aún desafían los traumas presentes en una sociedad convaleciente de los efectos de la bomba atómica. La relación del compositor con toda una nueva generación de cineastas, a los que ayuda a formar su personalidad creativa, resulta vital para entender el cine japonés de la segunda mitad de siglo y, en concreto, tres carreras íntimamente ligadas a la suya, las de sus colegas de profesión y amigos: Masaki Kobayashi, Hiroshi Teshigahara y Masahiro Shinoda.
2. Masaki Kobayashi “Las películas que hice antes de trabajar con Takemitsu están llenas de música y sin embargo, tienen un sonido monótono. Takemitsu usa la música para romper la monotonía. Su forma de introducir la música coge al público por sorpresa y el director piensa: “es extraordinario, ha dado vida a esta escena”. En lugar de introducir la música cuando uno la espera, Toru lo hace un poco más tarde. Es un recurso muy eficaz.”
Como ayudante de dirección, hasta 1952, del realizador Keisuke Kinoshita, el temprano cine de Kobayashi aparece directamente conectado a un género, el del drama doméstico, en el que su maestro era uno de los más destacados representantes. Rápidamente demuestra interés por un acercamiento a los problemas sociales, siempre desde una vertiente política de izquierdas, entrando de lleno en un cine humanista e individual eclipsado, como el de tantos otros de su generación, por el éxito internacional de Akira Kurosawa.
Son “Río Negro” (1957) y especialmente su trilogía “Ningen No Joken” (La Condición Humana, 1959-1961), las películas que mejor representan ese cambio de rumbo en el cine del Kobayashi pre-Takemitsu. En la primera, el director examina, bajo un Japón ocupado por los americanos, los inconvenientes de una sociedad huérfana de valores. Nishida, es un joven estudiante que se instala en una casa de alquiler en los arrabales de una gran ciudad. Fruto de la creciente especulación del suelo, sobrevenida a la derrota bélica del país, la cinta plantea la lucha obrera y la unión como forma de hacer frente a una arrendadora y un matón (Tatsuya Nakadai en su primera colaboración con Kobayashi) interesados en vender la propiedad para convertirla en un hotel. Los diálogos, de los que se encarga el propio director, alimentan un discurso subversivo (la casera asegura que aloja “comunistas que se niegan a pagar” y un inquilino contesta que “la conciencia obrera no evoluciona. El ejército y el poder siempre tienen la última palabra”). Bajo la fuerte influencia del neorrealismo italiano, con una fotografía que potencia el uso de las sombras, el score realizado por Chuji Kinoshita bebe del Bernstein de los 50, de su uso del jazz, funcionando como un eco de la ocupación americana, cuyos soldados son vistos como espectros que vigilan en la noche pero que se niegan a aliviar las necesidades primarias de un pueblo anímicamente derrotado.
Esa tendencia al humanismo se hace más evidente en una de las obras maestras de Kobayashi. “La Condición Humana”, una película de más de nueve horas basada en la novela de seis volúmenes de Jumpei Gomikawa, narra la historia del pacifista Kaji (Tatsuya Nakadai), quien acepta trabajar en un campo minero de prisioneros en la Manchuria ocupada para librarse del servicio militar. Una vez allí intentará mejorar las condiciones de los cautivos pero una revuelta lo cambiará todo. Obligado a alistarse, sufrirá las vejaciones de sus superiores y se verá envuelto en una guerra de la que reniega. Dotada de componentes autobiográficos (Kobayashi fue reclutado obligatoriamente y enviado al frente de Manchuria, para acabar durante un año en un campo de prisioneros en Okinawa), la cinta introduce la temática sobre la que versará en adelante (y casi de manera exclusiva) su discurso cinematográfico: el complejo de culpa (“¿Qué culpa tengo de ser japonés?, mi mayor crimen es serlo” dice Kaji), la resistencia a la autoridad y la muerte del héroe individual, consecuencia de una dignidad que no puede ser arrebatada por un entorno hostil y cruel (como queda evidenciado en la posterior “Seppuku”). Además, la película establece algunas de las atrevidas improntas formales del autor, como el empleo de contrapicados con una inclinación de 45 grados sobre el eje de la cámara o la introducción de planos congelados para enfatizar la violencia que persiste en la memoria de los protagonistas (Kaji recuerda horrorizado cómo da muerte al soldado ruso, la Dama Ichi su lucha con Tama en “Samurai Rebellion” o Sadashichi a los amigos caídos en una emboscada policial en “Inn of Evil”).
El tema de la muerte es el eje central de la primera colaboración entre el cineasta y el músico. Si el score de “La Condición Humana” (de nuevo a cargo de Kinoshita) resulta excesivamente ampuloso, sustentado sobre una grandilocuencia que rebasa en no pocas ocasiones la fachada melodramática de la obra, Karami-Ai (The Inheritance, 1962) nos ofrece a un Takemitsu muy cercano aún al cine de Nakamura. El jazz es el estilo adoptado en una cinta que nos presenta a Kawahara, un magnate que descubre que morirá dentro de seis meses por culpa de un cáncer. Con su mujer como heredera de su fortuna, el industrial inicia la búsqueda de sus tres hijos ilegítimos. La ilusión de Kawahara se diluye cuando afronta que ninguno de ellos es digno de optar a la herencia. Desesperado y rechazado por una mujer a la que no ama, decide tener un heredero con su secretaria, pero tras su embarazo se ocultará una nueva mentira. La película, terriblemente pesimista, brinda una lectura de la muerte fútil y desesperada. Construida la partitura para diez instrumentos, Takemitsu se muestra distante de la acción, sorteando caer en el melodrama gracias a un diseño sonoro que, aunque convencional en su material temático de partida (la ligereza es la característica principal de su motivo central), se muestra habilidoso en el uso del contrapunto, evitando el empleo de cuerdas para no recalcar el trasfondo emocional de la trama y adoptar, así, la mirada abatida del magnate.
Un planteamiento similar domina trece años más tarde la trama de Kaseki (The Fossil, 1975). Adaptación de una miniserie japonesa para la televisión, en ella un industrial conoce que su vida está llegando a su fin. Obsesionado, emprende un viaje por Europa donde llega a fantasear con una mujer japonesa que identifica como la personificación de su muerte inminente. Finalmente, descubre que existe en la vida real e inicia con ella una relación que contribuirá a abordar en paz sus últimos momentos de vida. A diferencia de “Karami-Ai”, en “Kaseki” la muerte se afronta de manera serena y el magnate encuentra una serie de desafíos que ponen a prueba las lecciones que ha aprendido. Articulada sobre un delicado tema central, el score emerge evocador y melancólico cuando es la guitarra la encargada de conducir el viaje iniciático de su protagonista. Por encima del resto, la obra destaca por el uso de unas flautas que irrumpen en bellísimo contrapunto a la orquesta para simular el sonido de pájaros exóticos, efecto, ya utilizado en “Hymn To A Tired Man”, con el que Takemitsu rinde tributo a Messiaen.
Sometido el cine japonés durante los 70 por el erótico ligero y por las extravagancias del ero-guro, la fuerza y el atrevimiento con el que Takemitsu afronta los proyectos de Kobayashi durante la década anterior, nada tiene que ver con el convencionalismo que imprime a los realizados ahora, síntoma del desgaste de una generación de cineastas que desde hace tiempo comparte las bonanzas de un país sumido en un desarrollo económico desenfrenado. Moeru Aki (Glowing Autumn, 1978) está dominada por un tema romántico y elegante que apenas sufre de evolución armónica a lo largo de la partitura. La sensualidad hace acto de presencia en este bello y decadente trabajo, una de las obras más impenetrables de Kobayashi. Una mujer, dominada por las obsesiones eróticas de una antigua relación inicia una nueva con un joven fotógrafo. La cinta destaca por su cuidado formalismo, a caballo entre las pinturas oscuras de Rembrandt, el impresionismo de Monet y el expresionismo abstracto de Jackson Pollock. Takemitsu muestra su interés en la utilización de instrumentos con marcadas señas de identidad, como el dulcimer y el bandoneón, así como pone especial énfasis en un estilizado empleo de la cuerda (con una formación 8, 6, 4, 3, 2).
Otro de los temas capitales de la filmografía de Kobayashi es el abuso de poder y los sentimientos de culpa y vergüenza que acarrea a sus víctimas. Nihon No Seishun (Hymn To A Tired Man, 1968) es una interesante película que reflexiona sobre la autoridad castrense. Como ya ocurriera en “La Condición Humana”, la II Guerra Mundial es el epicentro de un relato en el que un soldado recibe una brutal paliza de un superior por negarse a torturar a un prisionero norteamericano. Pasados 25 años, su hijo va a contraer matrimonio con una mujer que resulta ser la hija del oficial que le dejó sordo durante la guerra. El hombre se debate entre el dilema moral de hacer feliz a su hijo (la necesidad de no traspasar a las nuevas generaciones los errores del pasado) y un poderoso ánimo de venganza que le impide olvidar un hecho cruento y aberrante. Diseñada para orquesta, xilófono, arpa, celesta, armónica, guitarra, guitarra eléctrica, bajo eléctrico, órgano Hammond, percusión y texturas electroacústicas (técnicas empleadas para manipular y crear sonidos mediante el uso de cintas magnetofónicas), Takemitsu afronta la partitura partiendo de un subrayado emocional sostenido sobre puntos equidistantes. Por un lado, un recurrente y pegadizo tema principal, centrado en la armónica y dotado de aires populares, funciona por contraste en su intento de redefinir un ámbito de felicidad quimérica. El tema predomina en la relación que mantienen padre e hijo y resulta impactante en su aplicación a la imagen, a la que despoja de elementos dramáticos. El segundo, y más interesante, se circunscribe a los tormentosos recuerdos del padre, al odio y al complejo de culpa. Aquí, Takemitsu incide en la acción de manera violenta a través de la introducción de una música atonal y electroacústica (memorable el momento de la tortura, iniciado sobre un primer plano de los ojos del prisionero norteamericano).
La aplicación de una música que funciona por contraste y que nace en el subconsciente, aludiendo a una esfera permanente de deseo o a un pasado irrepetible, alejada, por lo tanto, de lo real y cotidiano, va a constituir el eje central de Shokutaku No Nai Ie (The Empty Table, 1985). En su última película, Kobayashi imagina una familia japonesa avergonzada ante la nación por la actuación de un hijo. Basada en hechos reales, la cinta cuenta la historia de unos jóvenes que convertidos en terroristas, siembran el pánico entre la población civil al inicio de los 70. Todas las familias piden perdón públicamente por el comportamiento de sus hijos, con un sentido profundamente arraigado de la responsabilidad. Sin embargo, la historia se centra en la familia Kidoji, cuyo jerarca se niega a aceptar la vergüenza como propia aduciendo que su hijo es adulto y por tanto dueño de sus actos. El estigma social que acarrea las acciones del hijo y la actitud del padre, llevan aparejado el suicidio de la madre y la boda clandestina de una de las hijas. El proceso de desintegración familiar es retratado por Takemitsu con una omnipresente nana que evoluciona al tiempo que lo hacen los sentimientos del padre (centrándose en su mirada, Kobayashi resume ese lento y doloroso proceso de transformación). Instalada inicialmente al sintetizador, simulando una pequeña caja de música, la melodía acaba en las maderas (primero flauta, más tarde oboe d´amore) constatando la pérdida, la nostalgia de un pasado mejor. El aislamiento social al que se ve sometido el padre toma cuerpo con el uso de la flauta, ofreciendo con todo ello el compositor, una de las obras más expresivas de su dilatada carrera.
Si “Hymn To A Tired Man”, servía de excusa argumental para denunciar el sistema de castigos y torturas del ejército japonés durante la guerra, en Tokyo Saiban (Tokyo Trial, 1983) Kobayashi ajusta cuentas con el poder establecido. En este documental que narra los juicios por crímenes de guerra de más de cien militares japoneses entre mayo de 1946 y noviembre de 1948, Takemitsu contribuye con una obra musical emocionante que emerge como un claro precedente de la magistral “Lluvia Negra”. Aquí, compone un réquiem para cuerdas de gran profundidad dramática que acompaña, a través de una modulación ingeniosamente trágica, los duros testimonios de los testigos de la barbarie.
Es dentro de este campo, el de la crítica y resistencia a la autoridad, el de la rebeldía contra el poder establecido, donde Kobayashi va a regalarnos dos de sus mejores obras: Seppuku (Harakiri, 1962) y Joi-uchi: Hairyo Tsuma Shimatsu (Samurai Rebellion, 1967). Ambientadas en el Japón del Shogunato de Tokugawa (bajo un régimen dictatorial que lleva a miles de samurais a la ruina, debido a una larga época de paz que provoca la desaparición de numerosos clanes al servicio de los Señores de Provincia o Daimyo), ambas cintas reflexionan sobre el valor de la dignidad por encima de la obediencia debida, ya sea a un código, el bushido, mostrado como una corrupta compilación de normas morales y sociales, carentes de compasión y humanidad, o a una jerarquía feudal sometida a rancias reglas de servidumbre. Con planteamientos y ambientación diferentes, las dos coinciden en mostrarnos la desigual lucha del individuo contra las instituciones. Tanto Hanshiro Tsugumo (el héroe desarrapado de “Harakiri”) como Isaburo Sasahara (el maduro samurai que entrega la dirección de su familia a su joven hijo en “Rebellion”) se debaten entre la subordinación y el honor personal.
Adoptando el formato de una narración de cuatro días (del 13 al 16 de mayo de 1630) extraída del diario del administrador del poderoso clan Iyi, “Harakiri” arranca con la aparición de Tsugumo (Tatsuya Nakadai), un samurai del extinto clan Geishu, a las puertas de la residencia oficial del Daimyo. Con motivo de la erradicación de las pugnas territoriales entre clanes, muchos samurais se hallan al borde la miseria y algunos acuden a pedir limosna al Castillo de Iyi con el pretexto de realizar honorablemente el rito del harakiri. El administrador Saito intenta disuadir a Tsugumo citando un patético y trágico incidente en el que se ha visto envuelto en fechas recientes otro samurai del clan Geishu, Chiijima Motome, quien habiendo simulado querer realizar el harakiri para obtener la caridad del clan, es forzado a un cruel y agonizante ritual utilizando una espada de bambú.
En “Samurai Rebellion” otro desagradable incidente provoca que entren en conflicto la obediencia al bushido y el honor y la dignidad del individuo. Isaburo Sasahara (Toshiro Mifune), uno de los samurais favoritos de su clan, entrega el gobierno de la familia a su hijo mayor, Yogoro. Habiendo tenido un hijo con Lord Matsudaira, Señor del Daimyo, la Dama Ichi ha caído en desgracia tras verse envuelta en una pelea de celos con la nueva favorita del regente, la Dama Tama. Como solución, el rector del clan la repudia y la entrega en matrimonio al joven Yogoro, haciendo oídos sordos a la negativa de la familia Sasahara. A pesar de ser forzado por su propio código ético a aceptar el enlace, Isaburo descubre que su hijo e Ichi alcanzan la felicidad y le convierten en abuelo. Muerto el heredero del Daimyo, el hijo nacido de Ichi y Lord Matsudaira se convierte ahora en el primogénito del clan. Desde el castillo se exige la presencia de la madre dada su nueva posición social. Sin embargo, Isaburo y Yogoro no van a permitir que Ichi sea tratada de nuevo como un objeto, que esta familia de vasallos sufra repetidos insultos, rebelándose contra el clan.
El resarcimiento de la crueldad sin límites llevada a cabo por el clan Iyi en “Harakiri” es el motor narrativo de la película, la cuál combina maravillosamente el tiempo real del sacrificio ritual con sucesivos flashback en los que al espectador se le proporciona toda la información que precisa. El empleo de esta técnica (recurrente en Kobayashi) facilita que la trama gane en tensión y contribuye al ajustado balance formal de la cinta, dominada por fríos y reticentes movimientos de cámara y una elegante composición geométrica que acompaña el destino de los héroes. El temple ante la muerte se erige como única salida digna de unos personajes que la convierten en un acto que descalifica al propio clan, que pone al descubierto su descrédito (en “Harakiri” el enfrentamiento final queda olvidado, disfrazado de un mero formalismo sujeto a las reglas del clan; en “Samurai Rebellion” la muerte de Isaburo tiene lugar en los límites del Daimyo, el portón de la frontera no se ha traspasado simbolizando que el orden, las normas, no han llegado a quebrantarse). A diferencia de “Harakiri”, dominada por una insurrección frente al poder que surge desde y para los hombres, “Samurai Rebellion” plantea el papel de la mujer en la propia estructura familiar, de manera avanzada e insólita si tenemos en cuenta la época en que se desarrolla. Mientras Suga, la insensible y recta esposa de Isaburo pretende dominar al clan dictando las actuaciones de la familia y oponiéndose a su marido, Ichi es la primera que se rebela contra las órdenes del Daimyo. Como tal, la heroína también está condenada a morir para salvaguardar su propia dignidad.
En ambos casos, Takemitsu afronta el comentario sonoro desde un punto de vista frío y austero. “Harakiri” ha pasado a la historia por ser la primera película que utiliza un instrumento derivado de la música tradicional del país: la biwa. En concreto, Takemitsu emplea una biwa, o laúd de cuatro cuerdas, que se remonta al Período Edo (el mismo donde acontecen los hechos relatados) y que dotada de un plectro más grande era muy popular entre los samurais (puesto que servía también como arma). La Biwa-Satsuma queda asociada al propio ritual, representando la rectitud y sobriedad del código ético de los ronin (en conjunción con la perfecta geometría de los espacios escénicos). Acompaña las litúrgicas muertes de Motome y de su padre, sirviéndoles de contrapunto el sonido de una Biwa-Chikuzen (una variante más ligera del instrumento, habitualmente tocado por mujeres e introducido en la Era Meiji). Dentro de un tono predominantemente sobrio, Takemitsu utiliza una quijada -la mandíbula de un caballo-, un piano preparado y orquesta (conducida por Akutagawa y Hayashi) para potenciar la tensión del relato. La música, a través del empleo de insólitos timbres, profundiza en el fruto de las palabras, retrata el efecto psicológico de las acciones, con una frialdad tan descarnada que acaba por desnudar cualquier tipo de emoción, logrando resaltar aún más el impacto visual y crítico del discurso narrativo.
El empleo de la biwa, asociada por Takemitsu al mundo samurai, a la tradición, también se dejará notar en “Samurai Rebellion” (similar uso obtendrá en el segmento “Hoichi, el hombre sin orejas”, de “Kwaidan”). Aún más concisa que “Harakiri”, la música no por ello deja de ser menos determinante. Utilizando un planteamiento diferente, Takemitsu subraya los momentos decisivos en los que la dignidad de sus héroes se pone en juego. Para destacar la importancia que la figura de la mujer adquiere en la cinta, el maestro japonés vincula la biwa al personaje de Ichi, antítesis de la feminidad sumisa, auténtica heroína con ética samurai que en su inquebrantable decisión de ser tratada con humanidad desencadena la rebelión contra los miembros de su clan. Su estoico final, su suicidio digno y romántico, adquiere, gracias a su desnudez expositiva, un fuerte componente realista. Para Isaburo, Takemitsu reserva el uso del shakuhachi, como testimonio de la soledad con la que afronta su misión, la de dar cuenta de la crueldad de su clan traspasadas las fronteras del reino, abandonado por su familia y marcado por los miembros del Daimyo (así y pese a que la biwa inicia el entierro de los amantes, el shakuhachi domina el intenso discurso que en su memoria proclama Isaburo ante su nieto). Una tercera idea, entregada a la percusión y a una pequeña formación de cuerdas (diecisiete), es utilizada para la generación de una atmósfera hostil que emplaza a la rebelión. Introducida en los títulos de crédito, bajo el regio paisaje de la residencia oficial del clan, Takemitsu acude a ella cuando Isaburo llama a la desobediencia o cuando abatido, se ve imposibilitado de cumplir su tarea (en un bellísimo y pesimista plano final).
Si “Harakiri” se alza con el Premio especial del Jurado de Cannes en 1963, su siguiente película, Kaidan (Kwaidan, 1965), vuelve a repetir galardón dos años más tarde. En ella, Kobayashi se acerca al género de terror a través de cuatro historias de fantasmas basadas en la obra homónima de Lafcadio Hearn escrita en 1903. Periodista, traductor, orientalista y escritor, Hearn, griego de nacimiento pero nacionalizado japonés, dio a conocer la cultura japonesa en Occidente, convirtiéndose al budismo y adoptando el nombre de Yakumo Koizumi. “El Más Allá” (título en castellano) abraza los axiomas más básicos de la mitología y tradición japonesas. Sus cuentos constituyen un catálogo de fábulas morales conducidas por un conjunto de fantasmas que pueblan parajes ficticios, propios del subconsciente, ofreciéndonos el cineasta con todo ello un sugerente y hermoso episodio que prosa la pesadilla, ese estado áurico donde los monstruos nacen de uno mismo como distorsión de la realidad, fruto de la enfermedad que provocan nuestros pecados y vanidades.
De un cuidado formal prodigioso, “Kwaidan” es el resultado de los estudios sobre arte que Kobayashi afronta en la Universidad Waseda a principio de los años 30. Onírica, forjada sobre un surrealismo de corte daliniano, la película está plagada de decorados y efectos visuales que el propio director construye y pinta a mano en un hangar abandonado. Takemitsu trabaja seis meses con el director sonorizando la película, buscando en cada uno de sus segmentos un efecto musical diferente. El resultado es una obra maestra de la vanguardia, una pieza a contracorriente en la que el músico experimenta con los sonidos para lograr a través de ellos insólitos timbres. Acudiendo a la electroacústica, Takemitsu diseña un conjunto de ruidos que pretenden corporizar lo fantasmagórico.
A lo largo de sus 36 minutos, “El Pelo Negro” se adentra en la historia de un ronin arruinado (al igual que en “Harakiri”, la ausencia de belicismo durante el Shogunato le conduce a la pérdida del empleo) que decide abandonar a su mujer, a pesar de amarla, para buscar fortuna a través del enlace con la hija del gobernador. Los años pasan y el recuerdo de su primera esposa se vuelve irresistible. De vuelta a su antiguo hogar disfruta de una noche con ella antes de advertir, a la mañana siguiente, que su mujer murió a los pocos días de su marcha. Takemitsu genera una atmósfera de horror en la que todos los sonidos proceden de la madera. Éstos se incorporan a la trama, nacen y cobran vida en ella, reemplazando, en numerosas ocasiones, el sonido real de la cinta (el samurai tropieza con la madera podrida y la música hace físico el efecto del traspiés). De esta forma lo fáctico se confunde con lo irreal y el silencio se instaura como un componente más para elevar la tensión. La música evita reproducir el terror estimulando la creación de ambientes abiertos a la sorpresa, a lo inesperado: planchas de madera que crujen y se parten o láminas de bambú lanzadas desde determinada altura, forman parte del diseño sonoro. El empleo de un piano preparado o del kokyu (único instrumento de arco japonés) son otras herramientas utilizadas en este calidoscópico viaje al más allá en el que Takemitsu se muestra tan atrevido y libre, tan abierto a la exploración, como en sus posteriores ejercicios fílmicos junto a Teshigahara.
Sobre esa misma estructura, cuasi-onomatopéyica, se erige la música del segundo segmento. “La Mujer de la Nieve”, reproducida por completo en unos interiores surrealistas dominados por escrutadores ojos que delimitan los lindes de un bosque, es la historia de un leñador y su aprendiz, quienes atrapados en una tempestad de nieve, reciben la visita de una espectral dama que congela al adulto y se apiada del joven a cambio de su silencio. La música simula el crudo temporal y la aparición del shakuhachi primero, asociado a la muerte con rostro de mujer, o del sanukite –variedad del sílex utilizada como instrumento percusivo- después, no hacen sino acrecentar la sensación de angustia en un relato que salta con sus desaceleraciones de ritmo, de lo prosaico a lo poético, de la consumación de lo cotidiano a la exaltación de lo atávico.
El más largo y sugerente de todos estos cuentos morales es “Hoichi, el Hombre sin Orejas”. Su prefacio, de gran riqueza cromática y cuidada estética -mares teñidos de rojo sirven de escenario a la comunión entre una tragedia de tintes homéricos y la admiración del autor por las formas teatrales tradicionales-, relata la batalla del Don-No-Ura, la victoria del clan Genji sobre el Heike y su Emperador-Niño. Muchos años después, los fantasmas del clan derrotado se aparecen a un muchacho ciego, intérprete de biwa, con la esperanza de que se les relate aquel episodio épico. Al cuidado de unos monjes budistas, sus tutores optan por pintar sobre su cuerpo un texto sagrado que los ahuyente, pero olvidan cubrir de gráficos sus orejas. El último segmento, “En una Taza de Té”, es un cuento inconcluso que nos presenta a Kannai, un hombre de buena posición que al ver reflejado a un espíritu en una taza de té decide tragárselo. El fantasma no olvidará la afrenta y le retará en duelo. Kannai finalmente enloquece cuando los sirvientes del espectro se presentan en su casa para cobrarse la deuda.
Ambas historias vuelven a demostrar el inventivo uso que hace Takemitsu de las técnicas de la música concreta y de las múltiples combinaciones entre lo occidental y lo japonés. Mientras en “Hoichi”, la biwa se ve nuevamente asociada al universo de los samurai, a su código ético y teatral, funcionando desde una perspectiva diegética, en “En una Taza de Té” –segmento dotado de una muy escasa intervención musical- el compositor emplea el shamisen, un laúd de tres cuerdas (similar a la balalaica) más amplio que la biwa y más permeable en su expresividad dramática. El interés musical de estas dos historias reside en el homenaje que Takemitsu realiza a dos formas tradicionales del teatro japonés: el noh y el gidayu. Si en “Hoichi”, a través de un canto-noh, se describen los acontecimientos de la batalla del Don-No-Ura, con una declamación estilizada dentro de un patrón definido de entonación, en el último cuento de fantasmas, su narrador (gidayu) acerca la teatralidad de la puesta en escena al bunraku (función de títeres) y al kabuki, confinando Takemitsu estas dos sombrías parábolas en las puertas de un tiempo y una geografía delimitada por gigantescos interiores calentados por un sol que irradia frío, símbolo de todo aquello que no está vivo.
Ese pretexto de jugar entre géneros, de derribar fronteras argumentales para invocar a la lucha a individuos que tratan de liberarse de las ataduras trágicas que emanan de unos códigos de naturaleza orwelliana, estará también presente en la fallida Inochi Bô Ni Furô (Inn of Evil, 1971). La historia gira alrededor de unos hampones de poca monta que se reúnen en la taberna Fukagawa, un ghetto de hombres sin rumbo que ha contado en el pasado con los favores de la policía. Un cambio en la guardia y la llegada de una nueva escolta pondrá fin al contrabando en esa demarcación. En este thriller pesimista y crepuscular, Kobayashi esboza un mundo de corrupción y depravación donde una delgada línea roja separa el bien del mal. Personajes ambiguos (policías matando soplones, mafiosos perdonando a traidores), capaces de la mayor brutalidad pero también de mostrar una gran compasión, se citan con la muerte con el mismo ánimo que se emborrachan hasta la llegada del alba. Takemitsu contribuye con un sobrio score que se adentra en el film noir a través de osados contrapuntos a la guitarra y al bajo eléctrico. La partitura se sitúa en un plano amenazante, para desde ahí, turbar la conciencia del espectador. Un tema invariable, obsesivo, sirve tanto para mostrar el despiadado instinto asesino de Sadashichi (Nakadai) cuando mata sin escrúpulos al policía Okajima, como para descubrirnos su buen corazón al salvar de una muerte segura a un polluelo que se ahoga, o al ofrecer su vida, por una causa justa, al cobarde Tomijiro. La música permanece invariable en todas estas secuencias, potenciando la fragilidad psicológica del personaje y presagiando un destino funesto donde la caridad no es suficiente redención.
5-enero-2010
© Miguel Ángel Ordóñez, 2010
(Prohibida la reproducción total o parcial del mismo sin el consentimiento del autor).
Enlace: Takemitsu: Imágenes desde el Pentagrama (Parte II)
Enlace: Takemitsu: Imágenes desde el Pentagrama (Parte III)
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