Cuando el especialista aborda la cuestión de la música de cine en nuestro país, el discurso suele tiznarse de unos matices que vienen a decir más del objeto de estudio que su propia configuración literaria. Se detecta, primero, un acento romántico, especialmente en las adjetivaciones que se aplican al oficio (invisible, sombrío, secreto) y luego una nota de forzado academicismo al versar sobre el tema. Tales atributos, dirán algunos, bien pudieran pertenecer a cualquier género de ensayo que dirime y sentencia bajo una intelección imperfecta. Y no les falta razón. Esto se debe a que arrastramos, desde antaño, unos complejos que han zaherido no sólo la creación cinematográfica, sino también la recepción y crítica del arte mismo.
Por otro lado, al longevo desdén con que se viene despachando la música de cine en tanto que género aplicado, hemos de añadir la irrisoria atención que hemos dispensado a nuestros profesionales. Así las cosas, hablar del cine español y de su música viene a provocar, en el mejor de los casos, un natural extrañamiento. No obstante, gracias al tesón de especialistas como Josep Lluís Y Falcó, Roberto Cueto o Joan Padrol, entre otros, sabemos ya algunas cosas válidas sobre el decurso de este oficio en nuestro país, a pesar que el tema siga constituyendo, en palabras del segundo , una labor “paleontológica”.
1. MÚSICA AD EXTRA [1903-1935]
En rigor, el así denominado “cine mudo” nunca ha existido. Al contrario, y de acuerdo con la ya madura literatura que ha desaprobado esta catalogación, entendemos que el primer cine era del todo sonoro. La causa de que durante mucho tiempo hayamos aceptado esa nomenclatura y la condición que expresa, proviene de un equívoco: el hecho de que el cine antiguo que hoy en día proyectamos no es sino la materia bruta y desgajada de un arte mayor que, descontextualizado, es incapaz de proporcionar la experiencia estética que se le supone.
En efecto, este primer cine no posee, intrínsecamente, un órgano sonoro. Y con objeto de paliar esta contingencia fue instituida en sus inicios la aplicación de unas fuentes sonoras ad extra (partitura musical, efectos acústicos) . Los rótulos y las cortinillas de diálogo proveían al medio de una expresión lingüística no sonora que parcheaba este déficit en la expresión. Pero en el ámbito psicológico, y con una fuerza similar a la que hoy propala este uso, existía la necesidad de colocar una estructura sonora allí donde no la había con objeto de completar el páthos de la imagen, y para lo cual solía emplearse un piano , una agrupación de cámara o una orquesta sinfónica completa.
No obstante, apenas disponemos de partituras (originales o adaptadas) empleadas en la sonorización directa de las primeras películas españolas, así como de testimonios que expliciten sus procesos y rudimentos. Acaso la información más valiosa proceda de las plumas de Joaquín Turina y Salvador Ruiz De Luna, quienes, intrigados por los avatares del oficio, vinieron a inaugurar una línea de pensamiento crítico sobre el particular. Las reflexiones del primero , quien se involucraría en la composición para el cine durante casi una década (1941-1949) ofrecen al lector, al margen de su nutriente especulativo, una mirada esclarecedora sobre la cuestión de la primera música de cine española. Ruiz De Luna, no obstante, teorizaría con mayor precisión que su colega sevillano, hallándose sus ideas en buena sintonía con el ideal suscrito por Adorno (la consecución de la música objetiva). No obstante, ambos idearios coincidirán en el objeto fundamental: el insuperable conflicto entre el ideal artístico de la creación musical y las contingencias propias de esa “artesanía dirigida” (Ruiz De Luna dixit) en que consiste la composición aplicada.
Sabemos que el desenvolvimiento de este orden ad extra acontece en España más lentamente que en otros países; mientras que en Francia y Norteamérica las aplicaciones sonoras se sofistican rápidamente, no así sucede en nuestro país, donde en 1925 no se ha establecido aún, con vistas a una aplicación más eficiente, una relación de criterios, convenciones y repertorios válidos . A la hora de decidir qué tipo de música emplear en una determinada proyección, hay que considerar la logística del teatro, el espacio disponible y el capital financiero. Evidentemente, se dará con frecuencia la imagen inaugural del pianista frente a la pantalla, desgranando una improvisación que se adecue al drama; algo impracticable si se convoca a varios ejecutantes. De hecho, abundaban los cines y teatros que contrataban, o tenían en nómina, sus propios músicos para tocar en las diferentes sesiones .
Por lo general, las distribuidoras se arrogaban la tarea de gestionar el material musical que acompañaría las proyecciones de sus películas, así como de proveer al director orquestal de la partitura y las particellas correspondientes. En España no había costumbre de lo segundo y tampoco era inhabitual que se delegara en el director de orquesta la adaptación musical oportuna. Gracias a Turina sabemos que el repertorio cinematográfico español no debía hallarse a la par, cualitativamente hablando, con el europeo. Es de suponer que en el nuestro predominaba la música ligera y números de escasa relevancia dramática, de acuerdo con las objeciones que el compositor plasma en sus escritos. De ellos también se deduce que en nuestro país debía tenerse poco en cuenta la coherencia musical en relación con las imágenes, a diferencia de la costumbre europea, más vigilante y cuidadosa de estas cuestiones.
A propósito del repertorio empleado, España presenta una singularidad que corre pareja a la historia de su lírica: debido al enorme éxito que gozaba nuestro género chico, era costumbre que se adaptaran sus arias y romanzas más populares al cine, aún cuando el género de la película en cuestión no congeniase con este tipo de música. No obstante, el primer cine español abordó sin demasiados complejos su trasvase a la gran pantalla, así como el tratamiento de temas taurinos y melodramas costumbristas. El caso de la zarzuela resulta, cuando menos, paradójico (como bien apunta Cueto ) en tanto que el cine pretendía, aún careciendo de “aparato fonador”, representar un género musical. Así las cosas, este primer y eviscerado cine folclórico, que podía basarse tanto en adaptación de zarzuelas clásicas como en guiones originales, debía precisar de una dotación musical externa para crear el efecto de la Gesamtkunstwerk. A tal fin, en ocasiones los cines contaban con cantantes líricos que, a duras penas, componían auténticos doblajes, intentando mimetizar su voz con la expresión del actor que aparecía en pantalla.
No era común, por aquel entonces, que se compusiera música original para una película. Había excepciones, pero incluso en tales casos difícilmente excedería la partitura original el cincuenta por ciento de la música ejecutada. Con todo, los auténticos protagonistas de esta primera época serán los directores de orquesta, tales como Blai Net, Juan Dotrás Vila, Eduardo Toldrà o Martín Lizcaino de la Rosa, campeones legítimos de estos primeros andares nacionales.
2. MÚSICA AD INTRA [1935-1940]
La llegada del sonoro, que se conculca allá por 1935, supone una auténtica revolución en el medio cinematográfico. Para empezar, la ejecución en directo pierde su sentido, lo cual afectará especialmente a directores e instrumentistas, quienes deberán reciclarse profesionalmente bajo el influjo de la nueva tecnología. Durante los primeros años las proyecciones sincronizadas se irán alternando con las sonoras, pero eventualmente aquéllas terminarán desapareciendo. Y aunque algunos músicos se dediquen durante un tiempo a amenizar los intermedios de las funciones, sus competencias acabarán reducidas a la reproducción gramofónica en sala.
Por lo demás, el sonoro permite la continuidad de los directores de orquesta de la década anterior, aunque su escenario se trastoque en sala de grabación. El cine musical y folclórico, ahora de cuerpo entero, puede expresarse libremente y compositores tan reconocidos como Jacinto Guerrero, Pablo Luna o Francisco Alonso escribirán expresamente para el género.
No obstante, este localismo no monopolizará la producción musical. Paralelamente a él irá desarrollándose la aplicación de un estilo de composición sinfónico y postromántico (de acuerdo con el prototipo hollywoodiense) que Tomás Marco bautiza como “nacionalismo casticista”. Entre los primeros espadas que se adhieren a esta estética figuran nombres como José Muñoz Molleda (Carmen De La Triana, 1938) o Jesús García Leoz (Sierra De Ronda, 1934).
Otro rasgo llamativo de nuestra música cinematográfica, y que en la siguiente década se irá perfilando con fuerza, es el hecho de que muchos compositores provenientes de la sala de concierto, incluidos nuestros primeros espadas, se arrimarán al medio (a Joaquín Rodrigo, acaso el menos prolífico de cuantos trabajaron en el cine, se le conocen tres largometrajes y un documental). Aunque en otros países estas aproximaciones también se producen, como es sabido, el caso español resulta portentoso: García Abril, Turina, Guridi, Bernaola, De Pablo, Montsalvatge, Usandizaga, Remacha o los Halffter rendirán, tarde o temprano, su pluma al celuloide.
3. ROMANTICISMO, CASTICISMO [1940-1950] El cine oficialista constituirá el marco de acción de la primera escuela nacional de música cinematográfica, que se define por la adscripción a la musicalidad wagneriana y ubérrima adoptada por Leoz o Molleda según el canon de la escuela europea establecida en Hollywood (E.W. Korngold, Steiner, Waxman). No obstante, esta estética se nos presenta aquí atemperada por un gracejo armónico ajeno a la tribulación straussiana y que viene a sugerir acaso un parentesco con el verismo italiano. Los compositores en punta de este cine, considerados ya como auténticos clásicos nacionales, serán Manuel Parada (Los Últimos De Filipinas, 1945), Jesús García Leoz (La Sirena Negra, 1947) y Juan Quintero (Locura De Amor, 1947). Los tres escribirán para el cine clerical de la época, de ínfulas épicas y católicas, así como para algunas espagnolades. A su sombra brotará una auténtica pléyade de compositores que se especializarán en este medio, como Salvador Ruiz De Luna, Ramón Ferrés, Juan Ruiz De Azagra o Juan Durán Alemany.
A lo largo de esta década el compositor de cine español empieza a ganar preeminencia en el propio medio, estableciéndose en nuestro país (como es el caso de Estados Unidos) un sistema de estudios que contribuye al ensalzamiento de la profesión. Con todo, las metodologías de trabajo y las nuevas técnicas de sincronización que ya se empleaban en Hollywood (como la perforación del fotograma o los marcajes de pintura) aún no han sido adoptadas por nuestros músicos, quienes seguirán apoyándose en el cronometraje para pautar las entradas y salidas de los bloques musicales.
4. LA ENCRUCIJADA DE LA MODERNIDAD [1950-1970]
En la primera década de este período contestatario predominará el así llamado cine sainetesco-neorrealista, ejemplificado por películas como Surcos (1951) o Muerte De Un Ciclista (1955). La influencia del neorrealismo, bajo el que prospera nuestro mejor cine, no supone, en lo musical, un giro estético. De hecho, las partituras adscritas a esta corriente no serán en absoluto audaces comparadas con el cine al que rinden vasallaje, prosiguiendo aquéllas por la senda sinfónico-casticista del período anterior. Esta asimetría estética se percibe como algo consustancial al maridaje de dos artes que se hallaban en diferentes estados de ebullición; a fin de notar este hiato, baste detenerse en la (retrógrada) partitura que García Leoz escribiera para una de las películas emblemáticas de esta época, ¡Bienvenido Mr. Marshall! (1953).
La veta inconformista del cine sainetesco devendrá auténtico realismo crítico, y culminará más tarde en el así llamado “Nuevo Cine Español”. Tragicomedias como Calle Mayor (1956) o El Verdugo (1962) vienen a inaugurar este cine disidente que renuncia, también en lo musical, a comentarios melifluos. Miguel Asins Arbó se convertirá en el compositor referencial de este cine esperpéntico y amargo, aviniéndose al retrato cínico y deliberadamente provinciano de la realidad mostrada. En la misma tesitura, las composiciones jazzísticas de un Federico Contreras para El Pisito (1959) expresarán, con otra gama de timbres, un similar temperamento.
Degeneraciones de este cine social son el landismo y la comedia desarrollista de José Luis Dibildos y Pedro Masó, que musicalmente tuercen las intenciones de ese jazz árido y solemne de Contreras hacia el populismo desopilante, el easy listening o el pop bailable de la época, y a los que abastece un nutrido grupo de compositores surgidos del jazz o de la música disco, tales como Juan Carlos Calderón, Adolfo Waitzman o Alfonso Santiesteban.
Pero con el “Nuevo Cine Español” y “La Escuela De Barcelona”, que eclosionarán en el ulterior cine simbolista y metafórico de un Carlos Saura o un Víctor Erice, da comienzo la época más vitalista y vigorosa de la música cinematográfica española. Este cine descarnado y poético, que surge como respuesta al trauma del franquismo, permitirá unas vías musicales en sintonía con los trabajos de música absoluta menos complacientes que se están gestando en ese momento. Tal complicidad alumbrará las incursiones cinematográficas de compositores como De Pablo (La Caza, 1965), Montsalvatge (España Otra Vez, 1968), Pérez Olea (Fata Morgana, 1966) o la contribución del grupo conocido como la “Generación Del 51” (Bernaola, García Abril y Cristóbal Halffter). La politonalidad, el cromatismo y una concepción vertical del pentagrama estarán en consonancia con un cine de expresión filosófica que acoge de buen grado soluciones seriales y electroacústicas.
No obstante, los sesenta y los setenta han pasado también a la historia del cine como la época de las coproducciones, que vienen a auspiciar un cine de género, de dudosa calidad las más veces, pero muy rentable y de alcance internacional. Consolidados autores como Pérez Olea, García Abril o Bernaola servirán su arte a toda suerte de proyectos y géneros (el spaghetti-western, el giallo o el peplum, entre otros), practicando a menudo subrayados heterodoxos y extremos. Películas como El Espanto Surge De La Tumba (1972), La Isla De La Muerte (1967) o Texas Addio (1966) llevarán el sello musical de estos autores emblemáticos.
5. PARÉNTESIS [1975-1985]
Los “años oscuros” de la música cinematográfica española se corresponden, diríamos que paradójicamente, con un cine libre de antagonistas. Auspiciada por la democracia surge una cinematografía múltiple y heteróclita que pretende abarcar todos los géneros y temarios. Las ambiciones comerciales y lúdicas de un arte ya liberado, y el festejo que supone la “Movida Madrileña”, vienen a ningunear o descuidar notoriamente el apartado musical de las películas, que empieza a delegarse en compositores casuales, cantautores y grupos de rock o a despacharse con material de archivo. Habida cuenta de este panorama, nuestros compositores más veteranos irán abandonando, poco a poco, el medio cinematográfico, al tiempo que denuncian el erial en que se ha convertido el oficio.
Pese a todo, el cine de los ochenta tiene sus luces: la discreta colaboración del prestigioso Francisco Guerrero con Jaime Chávarri, el buen hacer de Joan Pineda, quien se consagra a la composición de nuevas partituras para nuestro cine mudo o el surgimiento de un autor llamado a hacer historia en el oficio: el prolífico y versátil José Nieto, quien a lo largo de los ochenta va cultivando todos los géneros y estilos con la entereza de un renacentista, asimilando cabalmente los perfiles musicales de los diversos géneros cinematográficos y compaginando la creación musical para la imagen y la escena con la música de concierto, la dirección orquestal, la docencia y una eventual actividad como ensayista. Suyas son las partituras de Extramuros (1985), Amantes (1991), Días Contados (1994) o Juana La Loca (2001).
En esta órbita, aglutinadora de las musicalidades más diversas (pop, rock, romanticismo sinfónico, jazz, clasicismo, impresionismo), aparece a fines de los ochenta un nuevo grupo de compositores que va a retomar, tímidamente, la apostura de sus predecesores. A este grupo pertenecen Bernardo Bonezzi (b>Matador, 1986), Bingen Mendizábal (Alas De Mariposa, 1991) o el colaborador habitual de Ventura Pons, Carles Cases (El Porqué De Las Cosas, 1994).
6. SÍNTESIS [1990-2007]
Habría que considerar dos razones para valorar el hic et nunc de la música de cine española: en primer lugar, la situación traumática de una cinematografía inestable, amenazada por su propia incapacidad para seducir al público y que a fin de sobrevivir adopta los rasgos y maneras del cine norteamericano, al tiempo que intenta componerse una identidad apreciable. En segundo, el surgimiento de una generación de directores cinéfilos (Alejandro Amenábar, Guillermo Del Toro, Álex De La Iglesia, Santiago Segura, Jaume Balagueró) que ha sabido cultivarse un público a través de un discurso autónomo y eficaz, basado a menudo en modelos de probada solvencia (Hitchcock, Spielberg, el noir, el blockbuster americano).
Del mismo modo que nuestro cine, en general, pretende ser aceptado a base de fagocitar estructuras y códigos universales, en lo musical compositores y directores persiguen un acompañamiento genérico y funcional de acuerdo con el prototipo estético dominante. Un buen ejemplo de esta psicología adaptativa es la partitura de Víctor Reyes para En La Ciudad Sin Límites (2002), que copia la celebrada estética, entre postminimalista y concreta, del compositor Thomas Newman. Paradigma de este gusto imitativo resulta la sucedánea obra de Roque Baños para las películas de Álex De La Iglesia (La Comunidad, 2000), Daniel Monzón (El Corazón Del Guerrero, 1999) o Santiago Segura (la trilogía de Torrente), que tanto bebe de los maestros norteamericanos (Herrmann, Mancini, Goldsmith, Williams) como de sus aprendices (Elfman, Howard, Zimmer). En una línea similar, si acaso más domesticada, se encuentra la obra de Juan Bardem para películas como Los Años Bárbaros (1998) o Noche De Reyes (2001).
Por otro lado, prorrumpe en el panorama una generación de realizadores marcada por un gusto más abstracto y analítico, y que comprende a Julio Medem, Juanma Bajo Ulloa, Isabel Coixet, Agustín Díaz Yanes o Gracia Querejeta. El cine que representan supone, también a nivel musical, una alternativa al discurso normalizado y filoamericano. Serán, en esencia, compositores como Alberto Iglesias o Ángel Illarramendi quienes, a la sombra de esta cinematografía, tracen una línea culterana y europeísta, si bien no necesariamente trasgresora, en el arropamiento de la imagen. El primero despuntará por las colaboraciones con Julio Médem (Tierra, 1996; Lucía Y El Sexo, 2001) y Pedro Almodóvar (La Mala Educación, 2004; Volver, 2006), para cuyo cine trama un discurso entero y fibroso, acaso tocado por una empatía transcultural que bien pudiera suscribir un Golijov o un Kremer y que parece fundir a Stravinsky y Bartók con nuestros más egregios nacionalistas. Illarramendi, por su parte, es un compositor fiel al diatonismo, a la pulcritud armónica y a la transparencia orquestal. Sus partituras, aunque delaten una cierta ingenuidad, están de tal modo marcadas por el romanticismo celeste y profuso de un Delerue que vigorizan perfectamente lo expresado en imágenes. Películas como Una Estación De Paso (1992) o El Último Viaje De Robert Rylands (1996) lo prueban con creces.
A caballo entre estas dos tendencias se encuentra un grupo de autores en cuya obra se sintetiza el carácter general de nuestra música cinematográfica: una frugal y diáfana, de gesto melódico, sobriamente apuntalada y ejecutada habitualmente por una formación de cámara. Características acaso debidas a limitaciones técnicas y financieras que obligan, a falta de una infraestructura nacional, a grabar en ciudades centroeuropeas con orquestas especializadas en este tipo de grabaciones (como la Filarmónica De La Ciudad de Praga o la Sinfónica Checa). Autores como Eva Gancedo (La Buena Estrella, 1997), Pascal Gaigne (Azuloscurocasinegro, 2006), Lucio Godoy (La Educación De Las Hadas, 2006), Manuel Balboa (El Abuelo, 1998) o Antonio Meliveo (El Camino De Los Ingleses, 2006) serían sus representantes más ejemplares.
7. CODA Ha llovido mucho desde los días en que Quintero, Leoz o Turina escribían a tientas para el celuloide, domando su instinto para afinar esa extraña simetría que aún hoy presenta batalla a quienes pretenden escrutarla. En la última edición de los Premios de la Academia de Hollywood un español (Javier Navarrete) volvía a figurar en el quinteto de nominados al Oscar musical. Poco importa que finalmente el galardón no le tocara en suerte; el mero reconocimiento internacional que nuestros compositores se están granjeando basta para intuir una nueva línea de fuga en esta pequeña parcela de nuestra historia musical. Sólo el tiempo dirá hacia dónde se acaba proyectando.
8. BIBLIOGRAFÍA CUETO, Roberto:
EL LENGUAJE INVISIBLE: ENTREVISTAS CON COMPOSITORES DE CINE ESPAÑOL Festival De Cine de Alcalá De Henares [ALCINE 33], Madrid, 2003
LLUÍS Y FALCÓ, Josep:
“Tipologías De Aparición Del Músico De Cine Y Su Aplicación Al Cine Español” (1930-2000) En MUSIC IN ART, nº 27, University Of New York, 2003
LLUÍS Y FALCÓ, Josep:
“Los Compositores Contemporáneos Españoles Y El Cine (I)” En MÚSICA DE CINE, nº 3, enero-marzo, AMDECI, Valencia, 1992
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1 CUETO, Roberto: El Lenguaje Invisible: Entrevistas Con Compositores Del Cine Español. Alcine 33. Madrid, 2003, pág. 20.
2 si bien al principio, en efecto, existía una razón no estética que venía a justificar esta adición: ocluir el ruido de la moviola.
3 Amor Que Mata (1908), de Fructuoso Jelabert, recibiría este tratamiento.
4 Tal práctica, qué duda cabe, se irá sutilizando con el tiempo, pero la intención que subyace desde el principio, a pesar de que la percepción diacrónica sugiera lo contrario, ha estado siempre vinculada a un ejercicio coadyuvante y no a la satisfacción de una creación autónoma.
5 Éstas vieron la luz en la revista Dígame (1927-1928)
6 Al menos en Madrid, el cinematógrafo no gozará de una buena reputación hasta 1910, más o menos. Hasta entonces la clase media preferirá el sainete, los toros y la zarzuela, recelando de aquél como algo ajeno y afrancesado. Un factor social que mucho debió suponer a la hora de introducir el nuevo ingenio en la cultura española de la época.
7 los músicos contratados cobraban a quince pesetas los dos pases diarios.
8 Op. Cit., pág 21.
9-agosto-2007
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