UNA APROXIMACIÓN A LA ESTÉTICA DE LA MÚSICA CINEMATOGRÁFICA CONTEMPORÁNEA
I. TRAUERMUSIK Hay sucesos incontrovertibles que determinan la fe en una determinada proyección del pensamiento, que vienen a diagnosticar un cierto estado de cosas sin el cual es posible siquiera arañar la superficie. Cuando la crítica contemporánea tiene la presunción de charlatanear a propósito de la música de cine siguiendo unos criterios más próximos a la melomanía que a los verdaderos rudimentos de la crítica, más vale hacer tabula rasa. No existe, salvo en el caso de Adorno y de ciertos adláteres inspirados (London, Chion, Gorbman, Thomas, Brown, Cueto) un verdadero compromiso especulativo con la música cinematográfica. A excepción de estos rescates dispares y de la progresiva toma de conciencia por parte de la propia industria norteamericana a principios de los años setenta (un simple ejercicio de ombliguismo, por otro lado), la música de cine, en tanto que objeto de análisis, se ha encontrado profundamente desamparada, varada en una especie de tierra de nadie y soportando las inclemencias de una atmósfera desapacible.
Las ficciones que componen la interpretación a mano de la música cinematográfica contemporánea tienden a revelar una característica común: la carencia total de un sustrato crítico que postule una teoría de fondo convergente. Siempre actúan de forma insidiosa y vulgar las diletancias características del cinéfago que no discrimina, que nada sabe en realidad y que ha llegado en virtud de su mascarada a estar en posición de decir algo sobre este género inconstante y promiscuo. La orfandad constitutiva de la música de cine es la causa de que estos agravios sigan siendo ampliamente tolerados. El hecho de que siga circulando bajo el fastidioso rubro de arte invisible permite que pueda decirse casi cualquier cosa sobre ella, siempre y cuando los interlocutores sean lo suficientemente ignorantes. Ahora bien, ha llegado un momento en que no resulta tan fácil ejercer la opinión sin salir escaldado, al menos frente a un auditorio competente: pocas cosas tolera menos una audiencia informada que una perorata trasnochada llena de tópicos.
Pero creo exagerar: si la música de cine aparece en la conversación es porque no hay otra forma de salvar el barco, y eso en sí es toda una evidencia. La música de cine es el convidado de piedra de reuniones en donde prima todo menos el buen gusto: con esto no quiero contribuir al errático discurso reaccionario de que “la buena música de cine es aquella que no se oye”... Franz Waxman respondería “si no se oye, ¿cómo sabemos que es buena?”. Buen revés, al menos para tres décadas de incondicionales proscritos: si la cuestión es la música per se, ¿qué hacemos aquí hablando de música cinematográfica? ¿Nos estaremos volviendo insolidarios o acaso todo sea una cuestión de molicie intelectual? He aquí el quid de la cuestión, el fondo de todos los temas: ¿han de ser musicales los principios operativos de la música de cine? Y, de ser así, ¿a qué se debe tal asunción?
El suceso incontrovertible al que me refiero come sopra es la teoría estética de Adorno y Eisler. Sólo veo una posible manera de abordar el asunto de la música cinematográfica contemporánea sesenta años después de aquel formidable comienzo y es a partir de su doctrina. Aunque el margen de tiempo es amplio sólo algunas formas del paisaje han cambiado de forma sustancial, mientras que el resto ha permanecido ajeno a transformaciones, fortaleciéndose en su particular idiosincrasia. Es la naturaleza de esos movimientos y la convicción de que aún es posible un espacio de reflexión que los incluya lo que me ha conducido a la revisitación in extremis de este fenómeno esquivo.
II. REVELACIONES DEL BOSQUE “Una cosa es cierta: debe existir una relación entre la imagen y la música. Si los silencios, los tiempos muertos, los momentos de tensión o lo que sea, se rellenan con una música indiferente o constantemente heterogénea, el resultado es el desorden. La música y la imagen deben coincidir, aunque sea de forma indirecta o antitética. La exigencia fundamental de la concepción musical del film consiste en que la naturaleza específica del film debe determinar la naturaleza específica de la música –o a la inversa, aunque este caso sea actualmente más bien hipotético, que la naturaleza de la música determine la naturaleza de las imágenes.”(1)
Cuando Jerry Fielding falleció, alguien dijo que su música era como un hombre de traje verde paseando por el bosque. En la historia de la música cinematográfica ha habido muchos hombres con muchos trajes diferentes, y todos ellos han paseado por el bosque con la mirada circunspecta del viajante ocasional, del vagabundo que se sabe en un lugar extraño lleno de referencias inauditas. No me interesa el itinerario convencional por el cual la metáfora adquiere un sentido general, sino la posibilidad de los senderos que han sido rechazados en esa errancia. El hombre de verde paseando por el bosque, esto es, la idealización de la sinergia entre imágenes y música, responde a un anquilosado catálogo de subjetivismos. Determinar cuándo una composición se ajusta más a la bondad de la metáfora es un asunto, como veremos, casi imposible de resolver; en vez de eso, propongo un objetivo más modesto y seguramente más esclarecedor: intentar comprender qué elementos intervienen en la percepción del espectador cuando adquiere conciencia de la pertinencia o, por el contrario, la ineficacia de una composición aplicada a una secuencia de imágenes.
Aunque el segundo de los casos descritos por Adorno ya se ha dado en varias ocasiones memorables (la música de Philip Glass acontece como una especie de producto kairótico que se apropia de narraciones ajenas), el primero de ellos es el que suele dictar la morfología del proceso, al menos en su concepción universal; porque, como veremos, rara vez la música aplicada al cine se ajustará a las especificaciones del universo que le proporciona existencia. En el mejor de los casos concitará un espacio acústico que se sustraerá al concepto general definido por la película, pero sólo en muy contadas ocasiones la misión será completada con éxito. ¿Por qué sucede esto? Fácil respuesta: la música de cine no nació precisamente tocada por un orgullo de raza, sino más bien en posesión de un voluntarioso servilismo que eventualmente quedaría desmantelado al interponerse en el plan los condenados idearios musicales. Con el alumbramiento de la nueva conciencia (conciencia de clase, nada menos) nació también un falso género que habría de convertirse en ídolo de mitómanos y cinéfilos acelerados. Diríase que el problema de la música de cine (como bien de consumo) no es otro que el lastre de sus propios condicionamientos musicales y no le queda otra solución que desembarazarse de ellos. Esta medida, que a todas luces se antoja un proceder radical, no serviría, de llevarse a cabo, sino para acallar una infamia centenaria llena de buena música y malas intenciones; por lo demás, el cine reasumiría su condición de bastardo menesteroso y sus figuras resplandecientes adoptarían el mutis iniciático que serviría para arrojar nuevas perspectivas. Pero en cualquier caso esto no nos acerca más al problema.
III. EL CONCEPTO DE MÚSICA (O CÓMO ERROL SE QUEDA SIN LA CHICA) Preguntarse por la devaluación del concepto de música (en el cine) es preguntarse por la supuesta devaluación del arte. Una cuestión que resulta digna de anecdotarios, porque el séptimo arte no tolera que se hagan aspavientos a su costa. Si la música de cine ha dejado de ser música (per se) es un asunto que aquí está fuera de contexto; habrá que preguntarse, en todo caso, si la noción convencional de música interesa al cine.
Si hacemos caso de los indicios recientes, la respuesta no puede ser más clara: la música en el cine se encuentra en un proceso de extinción irreversible. Cuando alguien ya tiene problemas para describir lo que escucha en términos musicales, no puede negarse que la materia está en fase de descomposición, Hay que tener en cuenta que en el cine las ideas musicales no han conocido grandes desarrollos (a efectos prácticos, la innovación musical puede ser considerada una arrogancia), sino que más bien se han ido retrayendo a una parcela sonora impensable en los tiempos de los viejos maestros centroeuropeos: el ámbito del puro sonar, o lo que es lo mismo, música entendida como efecto (grandilocuente, por qué negarlo), otra incidencia articulada de la banda sonora. Pero no quiero adelantar acontecimientos. Si antes la música fundaba a su manera toda suerte de géneros cinematográficos de acuerdo con el talante, la inspiración y las influencias musicales del compositor asignado a la tarea (por ejemplo, nunca Sherwood hubiera sido tan deutschfreundich sin un Korngold) ahora el dictamen está en manos de las concupiscencias de la sala de mezclas: el producto musical, digerido y transfigurado por las carísimas entrañas electrónicas de los grandes estudios no tiene ya el apresto de antaño. Ahora la mejor música no es aquella que no se oye sino acaso la que no es posible oír en modo alguno: su dispersión a través de los canales acústicos del medioambiente de alta definición está restringida a una severa normativa: el primer precepto es que toda emoción debe sugerirse de un modo imperfecto; cualquier otro conato de llamar la atención está expresamente prohibido.
“El anuncio musical refuerza la tensión, pero simultáneamente la destruye a través de la certeza de lo que se avecina”(2)
La cosa no deja de ser curiosa: a medida que ciertas cinematografías van degradándose en progresión geométrica (vía todo tipo de situaciones, algunas más oscuras, como es el caso del cine indie), convirtiendo el exhibicionismo en un precepto estético, la música en el cine se va volviendo imperceptible; la fórmula tradicional (romántica, posromántica, neorromántica) ahora retrógrada y desamparada, ya no es funcional: las formas musicales que se contemplan en la actualidad no pueden ser más heteróclitas, aunque en esa multiplicidad encontremos un denominador común que centraliza la experiencia musical: la tendencia a que la composición articulada se integre en un completo sonoro que exige, regularmente, la supresión de la sensación expresiva a fin de que el impacto audiovisual sea completamente unívoco. La univocidad estructural que se busca no existe dentro del orden sentimental del cine, sino como refuerzo del consumo ejercido. Si en la década de los cuarenta la orquesta ejecutaba un fortísimo en el metal como refuerzo del encuentro amoroso, el énfasis quedaba situado en un nivel de intensificación poética, mientras que en la actualidad ese énfasis actúa por oposición al decir sentimental, sirviéndose de la expresión genérica, informe y totalizadora. La naturaleza de éste, no obstante, no puede ser distraída de un análisis pormenorizado. La potencia acústica de la expresión genérica, que refiere a esa univocidad de partida, no puede ser más coherente con la misión de consumo que determina sus fines. ¿Y cómo lo hace?: reintegrándose con el sonido, que garantiza una buena dosis de sórdido (y fingido) realismo.
IV. TESIS SOBRE EL RUIDO: ¡PONGA UN CLÚSTER EN SU VIDA! “Por definición, estos telones musicales deberían ser más parecidos al ruido que a la música articulada, y para incluirlos en un contexto musical debería tratarse de algo así como una composición de ruidos. Este carácter de ruido de la música estaría mucho más de acuerdo con el “realismo” del film”(3)
A la destitución del concepto (romántico, postromántico, neorromántico) se ha llegado, si hay que basarse en alguna casuística, por mor de su propia ingenuidad, que ha ido demudándose en parodia de sí: sólo de este modo se explica que la gran música orquestal haya quedado reducida a su mínima expresión, y con ella sus formatos asociados. Si la orquesta sinfónica en el cine tuvo su apogeo durante cuatro décadas (40-50/70-80) no siempre fue bajo el mismo signo: en el contexto cinematográfico, la orquesta sinfónica es el ente decadente y lustroso de la tradición romántica y tardoromántica. Ir más allá significa asumir un cambio de signo que suele implicar la trasgresión de la genuina emoción (decadente). Y es que de eso se trata: el fenómeno que media entre la mentalidad del espectador del pasado (llamémosle espectador de la sonrisa vibrante) y la del presente (el espectador de la sonrisa torcida) es lo suficientemente implacable como para que una cadena de conceptos se haya desenvuelto en tan poco tiempo. La cadena es como sigue: de la tradición del concepto wagneriano, que irrigó cuatro décadas, se ha alcanzado una condición polimórfica que postula el concepto de la síntesis. No creo estar cayendo en una falta sincrónica al afirmar esto; aunque tan sólo el futuro puede revelar la verdadera naturaleza de este tiempo convulso, los síntomas parecen claros. En esta situación del todo vale se opta por la simplicidad como clave de acceso al interior de las películas. No se prodiga, como antaño, la excitación de los instintos más elevados del espectador, la sensual descarga psicológica a través del ampuloso vibrato o del portamento rutilante, sino que la nueva música reclama para las imágenes su auténtica visceralidad; nunca promete un discurso autónomo más que de forma paralela a la propia naturaleza del filme; esto es, la música compromete su esencia con tal de que las imágenes expresen la suya. Esto, que parece a todas luces una evidencia genética de la música cinematográfica, no siempre ha sido así y, por supuesto, estos acontecimientos no se han desarrollado como parte de un plan urdido de antemano. A esta situación se ha llegado por el trauma colectivo, pero inevitable, derivado de los humores de la corrección cultural, o lo que es lo mismo, la demostración de que en un tiempo donde sólo la ironía puede gobernar sin temor al golpe de estado, los sentimientos han sido acallados de forma traicionera. Lo que se espera de ellos es que estén ahí en caso de emergencia y siempre como memento de unas formas y unos gestos a los que sólo la memoria del éxtasis puede concederles la venia.
La noción del ruido tiene que ver con la dinámica de formas y géneros, la dinámica del gusto y la saturación de la expresión post y/o neorromántica; así las cosas, todo parece indicar que tarde o temprano el sonido acabará deglutido por sus propios materiales contingentes y con él cualquier vía sonora fundida al celuloide (o al archivo digital). A través del retorno primigenio de la música a su condición de reclamo, de relato tribal que apostilla una lectura paleolítica de las relaciones entre los miembros de la sociedad, se argumenta un concepto pretendidamente sofisticado que tiene mucho que ver con la supresión del sentimiento. Esta ironía, que aún no ha sido suficientemente estudiada, configura la esencia del comportamiento social del hombre contemporáneo. Si el ruido, entendido benévolamente como anarquía, constituye la rentable experiencia de la audición, no es de extrañar que el concepto de música se haya rendido al negocio de la apariencia y que sus condiciones, ampliamente amputadas, versen ahora en torno a universos más afines al bricolaje doméstico.
De todos los elementos que el nuevo lenguaje utiliza para dar crédito a esta (supuesta) sofisticación sonora, el más pujante es probablemente el clúster, que desde Penderecki ha alcanzado nuevas cotas de interés. Si el propósito de la vanguardia polaca era crear un espacio de apertura, de intensidades maximalistas donde la poesía se materializaba en forma de vómito, de cascada, de canto general y desordenado, el propósito del cine es algo más prosaico: para la industria del entretenimiento el clúster no es sino otra pieza más del engranaje, otra forma de administrar la cultura del espectáculo. Cuando el clúster (que reivindica para sí la homogeneidad del completo sonoro) se introduce en la banda sonora, el material precedente o consecuente ya tiene excusa para integrarse en la expresión genérica musical. Lo que se consigue es evidente: una suma de las partes, cada vez menos dispares, que proyecta en la sala de exhibición un impacto que el espectador medio consume con (inconsciente) fruición. Mientras que un arabesco en el viento-madera discurre por la escena como un invitado grosero (¿quién ha mandado al compositor escribir música?) y que en su dispersión solo contribuye a escandir la energía de la misma, el clúster resulta extremadamente apropiado como expresión genérica e integradora. Pocas cosas hay más funcionales que un clúster empleado por un compositor industrioso: el éxito sistemático de su doble tarea (obliterar la voluntad del espectador y al tiempo mantenerle en vilo) manifiesta con qué impudicia algunos materiales pueden transitar entre universos acústicos y ya sólo por eso merece ingresar honoris causa en la industria a la que sirve de forma tan vehemente.
V. TESIS SOBRE EL SILENCIO Un método menos zafio, y usado invariablemente por directores interesados en las posibilidades de un nuevo impacto, de una nueva estética cinematográfica, es el del silencio. John Cage habló de ello a menudo, pero sus violentas interjecciones sonoras cayeron en saco roto, salvo para algunos curiosos. ¿Acaso es posible que el conductismo que practica el cine sea irrevocable incluso para sus propios ejecutores? Adorno nos dice que no puede ser de otra forma, que todo es parte de un sistema predeterminado en que productores y consumidores están abocados a un contrato estético que habrá de librarles de las penurias del arte. No obstante, pienso que el silencio sabe bien cómo disfrazar estos negocios con algo de clase.
¿Por qué al público se le escamotea la posibilidad de renunciar a su propia interpretación de lo visto? Es evidente el hecho de que no hay librepensadores en la sala de proyección. De haberlos, probablemente se les fusilaría. Sólo a la industria del entretenimiento compete la verdad última del cine, la hermenéutica final del espectáculo. Y esa hermenéutica totalitaria sólo se consigue anulando la voluntad de los espectadores. Ya hemos visto que métodos como la clusterización bien pueden frustrar acciones individuales, pero existe uno más civilizado (y tal vez más democrático) que es el del silencio. El silencio desprotege, y esa indefensión provoca inquietud en el espectador. No podía ser para menos. El dolor es casi una úlcera ontológica: donde no hay asideros tampoco hay caminos, y la elección depende en última instancia de aquél. El problema es que su elección está condenada al fracaso: al espectador medio, que sólo quiere pasar un buen rato, se le ha acostumbrado a no tomar decisión alguna y cuando ha de hacerlo, como sucede en este caso, sólo está en condiciones de elegir el camino de la turbación y el rechazo. En tales circunstancias este personaje sentirá que le han traicionado, y probablemente reclamará el dinero de la entrada en cuanto tenga oportunidad. Al espectador le gusta sentirse en el torbellino del gran espectáculo, sentir el artificio como una droga barata que sólo se expende en medio de una oscuridad familiar llena de fragancias grasientas. Que le priven de ese subidón de veinticuatro fotogramas por segundo sólo puede significar que hay alguien con ganas de molestar.
Cuando David Lynch pone a prueba el discurso cinematográfico suele valerse del silencio: un arma arrojadiza cuyo poder reside en la tética fase de pirotecnia que le antecede. El silencio libera a la imagen del lastre conductista del sonido para establecer una nueva política, tal vez menos despótica pero no menos condicionante. Capaz en este momento de configurar una nueva sensibilidad, infinitamente más susceptible a cualquier clase de impacto, el silencio puede llegar a ser un poderoso dictador. Pero no de momento. Mientras el cine siga mercadeando el ocio de la carne envuelta para regalo, el silencio puede estar tranquilo: sus secretos aún se venden caros, y los pocos que los conocen no tienen intención de compartirlos.
VI. ESTÁTICA DE LA RESISTENCIA “Solamente se acepta como música de cine aquello que se considera como absolutamente eficaz, es decir, aquello que ya se ha revelado como inductor de un efecto perfectamente determinado y probado en situaciones perfectamente definidas.”(4)
Hay un hiato insondable entre el King Kong (1933) de Max Steiner y el Ran (1988), y es un hiato que ha hipotecado el sistema de forma vitalicia. Puede decirse, y con razón, que se lo tenía merecido, pero la verdad es que aquél sólo estaba ejecutando los planes de su propia supervivencia. La industria del entretenimiento es, pese a todo (y desde un punto de vista estructuralista), un cabeza de turco al que se ha dilapidado sin remedio. Esto no hace menos execrable su larga crónica de incestos y perversiones, pero tal vez así podamos dejar los arquetipos a un lado.
En la actualidad, el cine no es otra cosa que un juego. Una vez las cartas se han puesto sobre la mesa, los más avispados han encontrado formas de aparentar una resistencia. Todo es cuestión de política y la cultura ya no puede entenderse de otro modo. En una época donde el cine necesita ser sacralizado para alcanzar la condición de arte que antes se le suponía, ya no cabe sino pensar en un gran tablero de damas. Las reglas del juego son muy sencillas, aunque es muy fácil hacer trampas. Todo se basa en una mascarada. Hay que fingir una apariencia que distraiga de los arquetipos formales y materiales que han granjeado al cine su leyenda. En efecto, no hay otra cosa que apariencia, y en cuanto levantamos un poco la falda nos damos cuenta de que todo sigue estando en su sitio. La apariencia fingida suele asumir una forma caótica, desordenada, pero se trata de un desorden sin mácula. Lo caótico deja de ser interesante si no dispone de una cierta lógica a la que el espectador pueda acomodarse. En este sentido, el caos es una lógica polarizada, un escarceo que nos libera momentáneamente del lugar común proponiendo nuevas formas de belleza. Lo convencional nunca se supera, pero se ensombrece lo suficiente como para que resulte atractivo. Aún así, su cometido es vital pues sigue soportando el juego de la nueva dinámica. Si no dispusiéramos de lo convencional ni tan siquiera como comparsa nos veríamos abocados a un desagradable enfrentamiento del que salimos derrotados. No se produce una satisfacción estética, siquiera mínima, sin que lo convencional persevere a contraluz, pero el juego de la modernidad consiste en mantener la apariencia de su negación, su disimulo. Por eso lo evidente (el arquetipo, el mito) está mal visto, no se lleva. No se lleva porque resulta algo aprehendido, y sólo puede digerirse a gusto si alguien tiene a bien obscurecer sus hechuras. Este cripticismo estético, que se asocia con el gusto (progre, fingido) por los programas de versión original y los cenáculos cinéfilos no entiende más que de sutilezas, de bouquets selectos que se esconden tras la acostumbrada inversión de las formas tradicionales. El cripticismo en música cinematográfica, que no tiene (por lo general) nada de premeditado, de constante, funciona siguiendo la premisa del minimalismo: less is more. Pero como hemos visto esta máxima more es menos inmoral de lo que se cree: su formulación depende de consideraciones externas al juego. El hecho de que la privacidad de lo estético no sea más que una torsión comprensible de nuestra época, una máscara, refleja la preocupación por que toda articulación musical en el cine sea legitimada solamente en función del cumplimiento de estos códigos. Cuando los responsables de una determinada película permiten una articulación sonora tradicional lo hacen porque saben que el producto es lo suficientemente poderoso por sí mismo para captar el interés del público (de acuerdo o no con las reglas del juego) y cuando esto sucede la música es legitimada en su propia trascendencia por la presunta calidad de la cinta. En las cintas tipo slapstick y en el género de comedia la articulación musical, por lo general, puede ser todo lo arcaica (romántica) que se quiera: en el momento en que nadie se toma en serio lo que sucede en la pantalla, la música forma parte de la farsa y no es necesario legitimarla con la propia calidad de la película, que suele ser precaria.
La música es ahora la discreta manifestación de una belleza acomplejada cuyo acontecer reclamaría para sí la condición de arte que en otro tiempo se asumía como condición de su naturaleza. Pero ya no es posible que nuestro equipamiento sensorial, tan desfigurado por la estandarización del gusto y el espabilado imaginario de nuestro tiempo, puedan perder el tiempo con estas trivialidades. Lo que de verdad nos llama la atención es el desplazamiento de la belleza, que ya se entiende como algo trivial. Preferimos la estela de la trivialidad a la trivialidad concentrada que forma parte de esa estandarización y que en el fondo viene a producir consenso estético. Pero no resulta divertido parecerse a los demás, sobre todo cuando la encarnizada competencia por el buen gusto alumbra las claves de su propia destrucción. La idea está en deformar el lugar común hasta el punto de que el reencuentro con sus materiales básicos constituya toda una experiencia, un auténtico juego. La deconstrucción de lo trivial no es más que el engranaje principal del gran juego de la apariencia estética. Aunque empezaría como producto de una nueva serie de formas imprecisas, los nuevos exégetas del cine se han apropiado ilegítimamente de ello, y sin saberlo, han configurado una entrada secreta, una puerta trasera a la cinefilia consuetudinaria que se ha puesto de moda.
Es cierto que no hay otra cosa en el ejercicio estético contemporáneo: lo que verdaderamente se persigue es el enmascaramiento de esa estandarización, pero en la mascarada toda estandarización permanece tan latente como la propia voluntad de anularla. Mientras lo trivial tenga una apariencia deformada y sirva a los propósitos del nuevo concepto, tanto mejor. Lo deseable, en la conciencia del juego, es un aura de abstracción que permita vislumbrar lo trivial a través de un intersticio secreto. El juego no es complejo en realidad pero cuanto más lo parece más molesto resulta a los jugadores no profesionales. La privacidad de lo estético consigue una filtración más potente, rotura aún más la estructura anulando cualquier posibilidad de ingreso en este sistema presuntamente compartido.
VII. UN PONCHE PARA ADORNO “Componer música cinematográfica objetiva no significa adoptar a cualquier precio una actitud distante, sino elegir conscientemente la actitud necesaria en cada circunstancia, en lugar de incurrir en clichés o afectaciones”(5)
Cuando Adorno describía la forma de la objetividad musical que habría de solucionar el inestable método de la música cinematográfica estaba en realidad haciendo, sin saberlo, una soberbia propedéutica. Anticipaba la narración de una época convulsa franqueando tres décadas de repertorios metamorfos y heterogéneos. La búsqueda de este nuevo material, que sin duda está a punto de materializarse por completo en el discurso cinematográfico, ha tenido mucho de profecía. A través de la extinción de las formas convencionales que el oído asimila como identidades dadas la nueva música postula estadios intermedios opuestos a los de la música decadente. Significa en realidad la reconquista de una empatía que parecía haberse perdido para siempre. Al margen de Lynch, Badalamenti, Morricone, Thomas Newman, Sakamoto, Goldenthal o Howard Shore, pocos creadores contemporáneos han sabido qué hacer con esta nueva objetividad. El único caso que considero auténticamente excepcional y que sin duda constituye un punto y aparte en la composición de música cinematográfica contemporánea es la música del filme de Paul Thomas Anderson Embriagado De Amor (2002), escrita por Jon Brion. Aquí ya no hay contemplaciones: las secuencias musicales tienen tanto que ver con bandas militares como con carpinteros que usan baquetas en lugar de martillos o dejáis espídicos a los que les ha dejado la novia. Los materiales sonoros funcionan en el filme de Anderson como clústers conceptuales que asocian los sentimientos de los personajes a estructuras no musicales. Es cierto que la idea del leitmotiv campa a sus anchas por la película, pero es tal la relación de sus propósitos con la materialización del discurso psicológico de los personajes que poco queda de Wagner tras el implante.
VIII. EPÍLOGO: CRÓNICA DE UNA IRONÍA Lo que Adorno nunca llegaría a suponer es que este encuentro (el círculo se cierra con Lynch, Badalamenti, Anderson, Brion,…) ha resultado del todo fortuito: a la extinción de los materiales tradicionales se suma la pérfida imposición del sistema con la coartada estética de la música ligera como canon terrorista de los materiales atrofiados. Sí, se ha ganado un nuevo sonido, una nueva objetividad, pero lo irónico del asunto es que esa objetividad ha llegado de la mano de los propios asesinos del arte: una objetividad, es cierto, escindida, desfondada y deforme, pero objetividad al fin y al cabo. El problema es que la nueva objetividad, lograda aquí y allá en forma de breves iluminaciones artísticas, es muy susceptible de volverse cliché: tal vez sea éste el máximo peligro con el que se enfrenta. Adorno diría que la nueva objetividad, cuyo rasgo es precisamente la ausencia de todo rasgo, en la medida que se adecua a su precepto es refractaria a todo posible cliché. Pero esto no es lo que nos enseña nuestro tiempo. La nueva objetividad es imposible como recurso imperecedero: el propio Adorno estaba sometido a las convenciones de su tiempo al asumir los rasgos del profeta. La historia demuestra que toda condición posible de la música cinematográfica está vinculada a los códigos que maneja su estructura periférica: el cine reclama ahora la nueva objetividad tanto como pide la destrucción de las viejas sensaciones. Aunque el pensamiento adorniano avanzara una nueva era, lo que en realidad hacía era configurar un nuevo prólogo: cualquier estrategia intelectual ante las caprichosas operaciones de la industria del entretenimiento es sospechosa. La relación sinestésica que está a la base del binomio música-imagen pertenece en gran medida a incorporaciones ajenas al discurso cinematográfico. Alcanzar por tanto la objetividad musical (que en mi opinión es fácilmente estandarizable en función de los códigos propios del lenguaje del cine) sólo es posible en tanto que esa objetividad se circunscriba a los códigos culturales propios de su tiempo. Tal vez parezca una perogrullada, pero el propio Adorno dictaminó sus sentencias obviando en gran medida este hecho.
Bibliografía
1. ADORNO, Theodor W., EISLER, Hanns: El Cine y la Música
Madrid, Fundamentos, 1981.
2. ADORNO, Theodor W.: “La Industria Cultural: Ilustración como engaño de masas”
en Dialéctica de la Ilustración. Madrid, Trotta, 1994.
3. CHION, Michel: La Música en el Cine
Barcelona, Paidós Comunicación, 1997.
4. HISPANO, Andrés: David Lynch: Claroscuro Americano
Barcelona, Glénat, 1998.
5. LONDON, Kurt: Film Music: A Summary of the characteristic features of its history.
Nueva York, Amo Press, 1970.
Documentación Digital
1. www.harmony.org.uk
________________________________________
(1) ADORNO, Theodor W., EISLER, Hanns: El Cine y La Música. Madrid, Fundamentos, 1981, pág 91.
(2) Op. Cit., pág 32.
(3) Op. Cit., págs 24-25.
(4) Op. Cit., pág 76.
(5) Op. Cit., pág 52.
8-abril-2007
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