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Poledouris: La Esencia de un Narrador (1945-2006) Por David Rubiales |
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En una época caracterizada por la ajena sensación de letanía que transmite, tanto en el fondo como en las formas, la música cinematográfica norteamericana, y dominada por los cada vez más influyentes movimientos homogeneizantes que diluyen, en su mayoría, las libertades individuales de los propios artistas. Ha abandonado recientemente nuestro plano físico uno de los compositores que más incisivamente apostó, en las últimas décadas del pasado siglo, por fomentar con el ejemplo el esencial cariz individualista que debe poseer, indisolublemente, todo artista con respecto a su arte y la irremplazable búsqueda personal que debe llevar a cabo en pos de su propia dimensión creativa.
Aunque pueda parecer, en un primer momento, ciertamente asequible llevar a cabo un somero ejercicio analítico de los principales singularidades del legado musical de Basil Poledouris, finalmente no resulta tarea fácil a poco que se profundice en su uniforme, pero a la vez, ecléctica filmografía.
Y si bien todo tiene un principio, la temprana y reconocida devoción que tuvo el compositor norteamericano, en su alumbramiento musical, por las formas operísticas, resulta un primer apunte biográfico de vital importancia e interesante reflexión para poder diseccionar sus inquietudes musicales y su posterior evolución artística.
Y es que Basil Poledouris fue, en esencia, un narrador puro; aún cuando en muchas de sus obras, y quizá por exigencias ajenas a su propia voluntad, tendiera más bien a sustentar musicalmente la narrativa y no a cubrir las necesidades de la misma, centrando su talento en los momentos de mayor carga pirotécnica.
Aún así, Poledouris fue un músico de clara vocación programática, como lo demuestran sus estudios en la Escuela de Cine de la Universidad del Sur de California, en el Instituto de Cine Americano y su posterior labor como montador en algunas producciones, interesado en la capacidad de la música para narrar una historia, directa o indirectamente, utilizando como marco paralelo el vehículo narrativo por excelencia del siglo XX: el cine.
Teniendo esto en cuenta, no resulta extraño entender la pronta adhesión del compositor hacia los postulados del moderno movimiento romántico (y en menor medida también por los del emparentado tardío nacionalismo ruso gracias a la alargada sombra de los dos Sergeis: Rachmaninoff y Prokofiev respectivamente) popularizado décadas antes para la gran pantalla, o la sala de concierto, por músicos de la talla de Ralph Vaughan Williams, Erich Wolfgang Korngold, Alfred Newman, Miklós Rózsa o Franz Waxman; entroncando así su innegable predilección por lo visual con una de las características primordiales de dicho movimiento: la búsqueda de analogías entre las formas musicales y la estructura narrativa de la que es poseedor todo relato. Curiosamente, en su forma primigenia, este movimiento posibilitó a finales de la primera mitad del siglo XIX la creación de los llamados poemas sinfónicos (tremendamente cercanos al concepto de composición cinematográfica) permitiendo un nuevo auge del género operístico, tan admirado por Poledouris, su íntimo amigo John Millius (qué son “Conan el Bárbaro” y “Adiós al Rey” sino óperas filmadas, o más bien opereta en el primer caso) y su colega George Lucas (quien abrió el género de las spaces operas con “La Guerra de las Galaxias”).
Visto desde esta perspectiva, resultan perfectamente identificables, dentro de la herencia musical del compositor norteamericano, los principales rasgos definitorios, en cuanto a la técnica se refiere, de este movimiento: la capacidad de aunar una gran estructura armónica con una rica escala cromática centrada en la tonalidad, la abundancia de formas melódicas y el uso de intervalos disonantes que enriquezcan la sintaxis musical. Atributos, todos ellos, perfectamente reconocibles y asociados a la música poledouriana.
Desde su temprana y magnífica partitura para la película “El Lago Azul” (The Blue Lagoon) (1980) para su amigo y colega Randal Kleiser, en la que el compositor construyó dos bucólicos, preciosistas y bellos temas que sirvieron como eje principal para el resto de la composición, y que repetiría en la continuación “Regreso al Lago Azul” (Return of the Blue Lagoon) (1991), Poledouris despuntó como un músico de planteamientos simples, no exentos de cierta enjundia, tremendamente eficaz a la hora de dotar de grandes dosis de emotividad al sustrato musical. De la misma manera, aunque con desigual resultado respecto a la anteriormente citada, las inéditas “A Whale for the Killing” (1981), producción televisiva centrada en los avatares de una ballena, y “Summer Lovers” (1982), de nuevo con Kleiser, incidirían en la simplicidad del continente y el contenido como método primario y principal impulsor de las emociones, institucionalizándolos, a partir de ese momento, como una impronta común a la inmensa mayoría de sus obras hasta el final de su dilatada carrera.
Para sorpresa de todos, en 1998, y contraviniendo las pautas marcadas durante su anterior trayectoria, Poledouris nos regalaría un prematuro y particular “canto del cisne”, a pesar de que al año siguiente saldrían de su pluma obras tan meritorias como “Entre el Amor y el Juego” (For Love of the Game) (1999) o “Enróllate como puedas” (Kimberly) (1999), componiendo la música para la película “Los Miserables” (Les Misérables) del director danés Bille August, llenando así el hueco dejado por el compositor Gabriel Yared después de su fulminante despido del proyecto. En ella, Poledouris, adoptó un acertado punto intermedio entre las maneras clasicistas de compositores como Joseph Haydn o Ludwig Van Beethoven y las románticas e inmediatamente posteriores de Hector Berlioz, para apoyar los hechos acaecidos, a principios del siglo XIX, en la novela de Víctor Hugo. El compositor articuló la obra entorno a pequeñas frases melódicas y al uso moderado de artificios musicales tales como el contrapunto para, junto a una proporcional y elegante contención armónica, sólo quebrarla en fulgurantes momentos de inspiración y belleza. Una partitura a reivindicar en el futuro que, pese a tener una lamentable edición discográfica, debería contarse entre lo más excelso de su carrera no sólo por su condición de rara avis.
Otra de las principales características de la personalidad compositiva de Basil Poledouris fue su afinidad por la música folclórica estadounidense, o la mal llamada música americana.
A imitación del modelo ruso, finlandés o español, entre otros; la música docta, y la música folclórica, traída por los europeos al continente americano fue haciéndose cada vez más permeable a las positivas influencias de la música nativa americana y sobre todo a la tradición musical africana. De este modo, podemos entrever influencias coplandnianas, compositor considerado como uno de los máximos exponentes cultos de esta mixtura, así como elementos propios del country (y no sólo instrumentalmente), el blues y la música Tex-Mex en trabajos como “El Gran Miércoles” (Big Wednesday) (1978), “Cherry 2000” (1987), “Amerika” (1987), “La Paloma Solitaria” (Lonesome Dove) (1989), “Un Vaquero sin Rumbo” (Quigley Down Under) (1990), “Colmillo Blanco” (White Fang) (1991), con orquestaciones de la recientemente fallecida Shirley Walker, “En Tierra Peligrosa” (On Deadly Ground) (1994) e incluso en “Alerta Máxima 2” (Under Siege 2: Dark Territory) (1995).
Llegados a este punto, cometeríamos una gran injusticia si no nos desviáramos, aunque fuera brevemente, del objeto de nuestras inevitables observaciones y lisonjas, para detenernos sobre la figura de dos profesionales que marcaron de forma indeleble, y no en ambos casos por extensión, la trayectoria musical de Basil Poledouris.
El primero de ellos fue el gran orquestador Greig McRitchie, tristemente fallecido poco después de finalizar su trabajo para la película “Las Brigadas del Espacio” (Starship Troopers) (1997).
McRitchie, como digno representante (junto con los Hugo Friedhofer, Ray Heindorf y Conrad Salinger en los años 30 y 40; Leo Shuken y Jack Hayes en los 50 y 60; y Arthur Morton y Herbert W. Spencer en los 70 y 80, entre otros) de la inagotable cantera que posee la industria norteamericana en el terreno de la orquestación, fue quién más positivamente influyo, desde la prematura “El Gran Miércoles”, en la configuración del estilo poledouriano.
El segundo nombre propio es el de Michael L. Boddicker. Experto teclista y arreglista para sintetizadores que contribuyó de forma más que eficiente a la palpable evolución llevada a cabo por el compositor estadounidense de las maneras toscas e inseguras mostradas con las bases sintetizadas en trabajos como “A Whale for the Killing” o “Amanecer Rojo” (Red Dawn) (1984) a la cuasi-perfección exhibida en obras posteriores como “Amerika”, “La Caza del Octubre Rojo” (The Hunt for Red October) (1990) o “La Fuerza del Viento” (Wind) (1992).
No fue Poledouris, salvo excepciones que están presentes en la memoria de todos los aficionados y que por méritos propios han pasado a formar parte del Olimpo de la música cinematográfica, un compositor pródigo en excelsas e imborrables melodías contrapuntísticas; en complejos, minuciosos y barrocos ejercicios armónicos o intrincadas y revolucionarias propuestas instrumentales. Tampoco cultivó el modernismo (si exceptuamos la utilización de las variaciones rítmicas, de cierta influencia stravinskiana, presentes en sus composiciones más agitadas y que, como se ha comentado anteriormente, también forman parte de manera primaria de las esencias asimiladas, para otras tantas de sus obras, por el folclore americano gracias a otras culturas), ni ninguna de sus vertientes, como el dodecafonismo, el serialismo o el minimalismo. En la aparentemente ecléctica personalidad musical de Basil Poledouris no hubo lugar para el rupturismo y sí para el predominio de un denominador común: la fuerza de la emoción y la belleza que desprende la magnificación del Todo por encima de la suma de sus partes tan característica del lenguaje orquestal tardorromántico.
Ahora que lloramos la pérdida física y humana, es justo reconocer que la artística la sufrimos hace ya bastante tiempo.
Sea por su condición de auténtico outsider, sea por su inquebrantable y admirable conducta ética (que le impedía solapar composiciones), por la mala praxis de una industria despiadada de la que se sentía alejado o por la mortal enfermedad que finalmente nos lo arrebató; el caso es que la voz de Basil Poledouris se fue apagando poco a poco desde ese lejano 1999, dejándonos con la sensación, o por lo menos al que esto suscribe, de estar ante un músico de otra época, muy alejado de los vicios, usos y costumbres de los tiempos modernos.
Basil Poledouris se ha ido... pero su música nos acompañará siempre. Ahora, más que nunca, es responsabilidad de todos difundir y transmitir esa preciada herencia a las generaciones futuras para que así no se pierda en las nieblas del tiempo.
20-diciembre-2006
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