I. RETÓRICA DE ACOMPAÑAMIENTO
Rumiando aún la atarantada mozartiana y en plenos fastos del centenario de Dimitri Dmitriev Shostakovich (1906-1975), al especialista musical se le acumulan las líneas a despachar. Porque, quién lo duda: onomástica obliga. El problema es que, en no pocas ocasiones, y con la legitimidad que aquéllas otorgan, se tiende a practicar un análisis especulativo cuyo fin no es desbrozar la verdad sobre el artista homenajeado, sino ingeniar acaso una metalectura improbable de su obra, hurgar morbosamente en las inconsistencias de la genialidad o, simplemente, polemizar, que al final algo queda. Así las cosas, se permite (e incluso se auspicia) la libre circulación de cualquier reflexión que pretenda decir algo (lo que sea) sobre el artista (llámese Mozart, Shostakovich o Robert Altman, cuyas exequias prometen fuegos artificiales) del que haya que decir algo. Las onomásticas tienen un poder especial para sacar del especialista su veta más mitológica. Tanto da que el personaje (ya no persona) merezca (o no) las líneas que se escancien en su nombre, pero quién se queja. La celebración “cultural” está de moda. Y no hay más que decir.
Recuerdo que hace un par de años, con motivo del centenario natalicio de María Zambrano, los especialistas la declararon filósofa y santa al mismo tiempo, cuando hasta el momento sólo había sido una aventajada alumna de Ortega. En esa ocasión existía un doble motivo para la transfiguración, largamente proyectada: primero, el hecho de que de que Zambrano fuera española (el erial no da para mucho); y dos, que fuera mujer. Esta doble tentación desfiguró a la persona misma (y no sólo al intelectual) que fue María Zambrano para hacer de ella heroica fémina de las letras españolas. De lo que se trata, en casos como éste, es de configurar el mito a expensas del individuo real (sólo interesa la geometría del relato; tiremos lo que sobra por ahí). Shostakovich, como pueden imaginarse, no ha sido una excepción.
Al compositor que nos ocupa también se le han reservado los altares para su aniversario. En estos días, y a propósito de la obra del autor soviético, vuelven a salir a escena revisionistas, anti-revisionistas y, cosas de la dialéctica, contra-anti-revisionistas (les remito al número de noviembre de la revista Scherzo), que se dedican a rapiñar a Shostakovich en una furibunda y extremosa batalla de pareceres. Unos siguen diciendo (los revisionistas y contra-anti-revisionistas) que Shostakovich fue un artista sufriente (el mártir, nutritivo manjar de mitófilos) que debió soportar (aunque no siempre de forma estoica) los azares y tormentos del estalinismo y llevar, durante toda su vida, una máscara (la del héroe subrepticio y martirizado). Los anti-revisionistas (y su prole) defienden lo contrario: que Shostakovich fue un partidista, un chaquetero y un cobarde, y que nunca tuvo demasiados escrúpulos a la hora de abanderar (musicalmente, o de cualquier otra forma) el ideario del régimen. Sea como fuere, la imagen que se desprende de todo esto resulta terrible: el cadáver de Shostakovich como pasto de hagiógrafos y tunantes.
Esta guerra de conventillos ha generado, desde los setenta, un interés criptológico por el arte del compositor soviético que, a veces, roza el delirio. Sirva como (discreto) botón de muestra el artículo que Norman Lebrecht firma en el mentado número de Scherzo a propósito de las nuevas tendencias en la interpretación de las sinfonías de Shostakovich: en este sentido, define como “apolítica” la que de la Quinta ha realizado recientemente el gran Valery Gergiev, lo que viene a suponer otra línea de exégesis musical sobre la obra del compositor. Al margen de que Shostakovich codificara, en efecto, el subtexto de sus composiciones en acentos, formas e impresiones sobre el papel y aún asumiendo que sus intérpretes estén lo suficientemente versados en su traducción y manejo, nosotros no arriesgaremos aquí abstracciones fatuas (por indemostrables) sobre su música. En primer lugar, porque la naturaleza de cualquier partitura cinematográfica no debería prestarse (aunque ésta parezca la excepción) a comentarios extramusicales al margen del texto audiovisual. En segundo, porque aunque así lo fuera, preferimos salvar el escollo de la morbosidad intelectual en beneficio de un fraseo histórico que sea divulgativo (un estudio de la obra cinematográfica de Shostakovich sigue siendo la asignatura pendiente del centenario) y no crítico o amarillista.
II. SHOSTAKOVICH Y EL CINE
En réplica al aparato musicológico que en estas fechas se afana en deconstruir, construir y reconstruir a Shostakovich, conviene que nos ocupemos, aunque sea brevemente, de los lugares comunes que sobre la faceta cinematográfica del compositor se han ido estratificando en el lógos. Lo creo necesario porque, a la hora de versar sobre el Shostakovich cinematográfico, suele decirse cualquier cosa. Y decir cualquier cosa de alguien, se trate de quien se trate, es algo injusto. Hay dos elementos fundamentales que vienen a determinar este hablar negligente: el hecho de que, por lo que respecta a la cuestión crítica de la música de cine, siga primando el desinterés y la ignorancia y dos: que determinados por esta psicología y atraídos por la (incuestionable) superioridad de los cuartetos y sinfonías del compositor así como repugnados por la (a menudo) condición panfletaria de su música para el cine, el desinterés de los musicólogos haya contribuido al desprecio y ninguneo de ésta.
En primer lugar, se ha discutido sobre la opinión que a Shostakovich debía merecerle el cine y la música que para él escribía. A este respecto, las declaraciones de Shostakovich dejan poco espacio a las suposición. Shostakovich empezó trabajando en el cine para poder ganarse la vida. No cabe duda de que apreciaba las dimensiones artísticas que el nuevo soporte brindaba (“la música de cine está considerada generalmente como una simple ilustración, complementaria en la pantalla. En mi opinión, debería ser tratada como una parte integral del todo artístico”, declararía un joven Shostakovich en la Literaturnaya Gazeta del 4 de octubre de 1939), pero habida cuenta de las condiciones políticas que determinaron buena parte de su producción, caben pocas dudas sobre las insatisfacciones que este medio debió depararle. Dejando de lado la cuestión de si Shostakovich era o no un arribista, resulta impensable que, hallándose bajo cuerda como se hallaba, Shostakovich disfrutara escribiendo las partituras de La Caída de Berlín o El Inolvidable Año 1919, por poner dos ejemplos paradigmáticos del cine estalinista. Cabría pensar de otra manera si Shostakovich hubiera trabajado en condiciones diferentes, libre de la vigilancia, del miedo y del escrutinio. Pero no fue así; a menudo Shostakovich compuso con los ojos del régimen puestos en el cogote y con la amenaza de la retribución y el castigo a cada paso. En este sentido, resultaría absurda cualquier reivindicación de su obra cinematográfica amparada en su mera aceptación o rechazo del cine como espacio de creación. El cine, por lo general, no debió ser para el compositor de San Petersburgo un lugar agradable.
No obstante, Shostakovich reconocería en varias ocasiones que el cine era para su ingenio un tónico reparador y salutífero (“Al igual que cuando escribo para el ballet, las partituras para el cine mantienen mis reflejos musicales a punto y mi técnica fresca y depurada… Cuando he completado una película, estoy preparado para trabajar en una sinfonía o en un cuarteto de cuerda.”) (carta de Shostakovich a su amigo Ivan Sollertinsky). Otro ejemplo: “Mi música cinematográfica ha tenido un efecto beneficioso sobre mis otras composiciones” (entrevista de 1955). Empero, Shostakovich desconfió siempre de la seducción del cine y anteponiendo la órbita de las sinfonías y los cuartetos a la cinematográfica (“… Muchos músicos que trabajan para el cine lo consideran un pozo que, eventualmente, se los tragará, arruinará su talento convirtiéndoles en máquinas solventes, dejándoles una marca profunda e indeleble”). Pero no cabe duda que en la sinergia de la imagen y el sonido Shostakovich encontraba un estímulo que iba más allá del hic et nunc profesional: “La música de cine no sirve únicamente para ilustrar la acción, sino también para añadirle una dimensión totalmente nueva, que a menudo discurre contrapuntísticamente con lo visual e incluso mezclándose con ello”. (Literaturnaya Gazeta, íd.)
Por otro lado, el propio Shostakovich fue considerado un demócrata del arte, tal y como lo viene a retratar el musicólogo Ateş Orga en relación a la heterogénea producción musical del compositor: “Shostakovich no concedía más importancia a una música que a otra: todas ellas se tejían a partir de una schumanniana y críptica subtrama” (ver carpetilla del compacto Naxos The Gadfly/Five Days-Five Nights [8.553299]). Por otro lado, y siguiendo un juego especular, Detlef Gojowy afirmó en 1983 que “las estructuras formales de las sinfonías empezaron a parecerse cada vez más a series de escenas, asumiendo el contrapunto de las características del montaje cinematográfico”. En efecto, no pocos especialistas han observado en la integral sinfónica de Shostakovich la condición programática que, por naturaleza, determina cualquier pentagrama consagrado a la imagen. Algunas sinfonías de Shostakovich, especialmente las que versan sobre la guerra, pueden ser contempladas como el reverso numinoso y sardónico del ruido y la furia cinematográfica.
Por otro lado, y durante mucho tiempo, la crítica ha despreciado la obra cinematográfica en tanto que ligada a los designios del régimen. En efecto, gran parte de la música de cine de Shostakovich puede contemplarse como un instrumento de propaganda. Pero no es menos cierto que esa desagradable filiación haya obscurecido el resto de un soberbio catálogo (verbigracia: las partituras para Rey Lear, Hamlet, El Cuento de Balda, El Tábano o La Nueva Babilonia). No debemos olvidar, a pesar de lo que digan unos y otros (me refiero a los revisionismos en litigio) que Shostakovich solía tomarse un tiempo para preparar él mismo suites de concierto basadas en sus partituras de cine (en el catálogo figuran doce opus como suites cinematográficas) o bien delegar esa tarea en su siempre fiel Lev Atomian, al que debemos la forma última de algunas obras maestras del compositor soviético. Este interés de Shostakovich, más allá de la conveniencia política o el encargo concreto, nos dice mucho sobre el aprecio que debían despertar en él, si no todas, al menos algunas de sus piezas cinematográficas.
Aún así, hay quien se empeña, injustificadamente, en depreciar sus méritos (“La música de películas era un género que el compositor no apreciaba gran cosa, pero para el que trabajó muchísimo y muy bien”, dice Santiago Martín Bermúdez en el mentado Scherzo) o en sobrepujar la aportación al cine del maestro soviético (el vicio de los defensores que le salen a la música cinematográfica cuando su legitimidad musical es puesta en entredicho). En cualquier caso, comentarios interesados o negligentes que nada nos dicen sobre Shostakovich y su arte.
Concluyo ya, con una nota de esperanza: al margen de la legitimidad de aquellos que se empeñan en denostar a Shostakovich y de los que, al otro lado de la trinchera, se empeñan en lo contrario, es de suponer que la nueva corriente hermenéutica (la muy políticamente correcta visión apolítica que vaticina Lebrecht) haga enmudecer a unos y otros y acabe proponiendo una lectura más aristotélica de la obra Shostakovich. En medio de todo este ditirambo, no obstante, la música de Shostakovich sigue fluyendo. De nosotros depende escucharla como es debido.
III. PRIMER MOVIMIENTO
“El pequeño teatro era viejo, estaba en ruinas y olía mal. Llevaba años sin que lo hubieran pintado o barrido. La pintura se desprendía de las paredes y la suciedad se acumulaba en los rincones. Tres veces al día se llenaba la sala de espectadores que llegaban con nieve en los zapatos y en los abrigos. (…) Mitia estaba sentado en la parte baja, delante de la pantalla, y el sudor le corría por la espalda. Con sus ojos de miope ocultos tras unas gruesas gafas de concha seguía atentamente la película y sus dedos martilleaban el desvencijado piano”.
Con este tono dickensiano describe el autor Victor Seroff (citado por Krzysztof Meyer en Shostakovich: Su Vida, Su Obra, Su Época, Alianza Música, Madrid, pág. 38) los inicios cinematográficos de Dimitri Shostakovich. En efecto, el joven Shostakovich daría sus primeros pasos en el cine siendo un adolescente, mientras cursaba estudios en el Conservatorio de su San Petersburgo natal bajo la tutela de Glazunov. Por aquél entonces la costumbre (y la tecnología) dictaba que el músico se sentara al piano y acompañara la proyección con una improvisación pianística, que venía dictada, a su vez, por el montaje y la trama que se desenvolvían en la pantalla. Que Shostakovich se ocupara durante dos años desempeñando este oficio (1923-1925) ha de entenderse bajo un punto de vista estrictamente financiero. La remuneración por sus servicios, no obstante, era exigua y apenas le alcanzaría para el alquiler o la manutención.
Grigori Kozinstev y Leonid Trauberg habían montado en 1921 una insurgente compañía teatral, la FEKS (La Factoría Del Actor Excéntrico), cuya política artística se basaba en el impacto. Su película La Nueva Babilonia (Novi Babilon, 1929), constituiría la primera partitura cinematográfica de Shostakovich, así como la primera muesca de una fructífera colaboración entre la pareja de cineastas y el talentoso compositor.
Para la ocasión, el director artístico de los estudios Sorvinko, que financiaba la película, quiso contar con una orquesta sinfónica en lugar de un piano para acompañar la proyección. La partitura, evidentemente, no podía improvisarse y los directores encargaron al joven Shostakovich la composición del fondo musical de su película (Op. 18). Shostakovich trabajó en la partitura entre los meses de diciembre de 1928 y febrero de 1929. Escribió con mucha celeridad, presionado por los plazos, y no dudó a la hora de adaptar material de su Scherzo Para Orquesta.
La Nueva Babilonia se adscribe al así llamado “romanticismo revolucionario” de los primeros tiempos soviéticos; un romanticismo que atraería la atención de los artistas sobre los códigos y los símbolos revolucionarios modernos asociados a la educación y la ciudadanía. De su temario, la Comuna de París de 1871 constituía uno de los referentes más atractivos, especialmente porque representaba un evocador paralelismo con el despertar contemporáneo del comunismo. La Nueva Babilonia retrata la vida y muerte de una joven vendedora de saldos de unos lujosos almacenes parisinos (La Nueva Babilonia, de ahí el título de la película) quien, no queriendo resignarse a las consecuencias del tratado con Alemania, decide aliarse a los comuneros para boicotearlo. Al final, la chica será ejecutada al negarse a firmar una confesión falsa. La denuncia de la burguesía y de la vida decadente (recordemos La Traviata verdiana) es el leitmotiv de una película doctrinaria que, por otro lado, viene a glorificar la vida sencilla y el sentimiento de hermandad entre los individuos. Preceptos comunistas que devendrían trasunto en la carrera cinematográfica del compositor soviético.
La ambiciosa idea de emplear una orquesta sinfónica para acompañar las proyecciones no fue del todo feliz, habida cuenta de la relativa capacidad de las orquestas del cine mudo, por lo que acabó prescindiéndose de la misma al cabo de unas cuantas funciones. No obstante, después del fallecimiento de Shostakovich la película ha vuelto a reponerse con una grabación sinfónica fiel al concepto original. El laureado director Gennady Rozhdestvensky, colega de Shostakovich en sus últimos años y especialista en la obra del compositor, se encargó de preparar la suite oficial a partir del manuscrito original preservado en el Museo Central Glinka de Cultura Musical y valiéndose también de una resma de particellas que encontró en la Biblioteca Lenin. Su curiosa orquestación especifica maderas a uno, cuerda, piano y percusión (que incluye flexátono y xilófono).
La heterogeneidad del concepto musical, que se inspira en el pastiche para redoblar la fuerza del mensaje revolucionario, integra, a través de una fina ironía, las formas y materiales de la opereta francesa: un melánge de can-cans (se cita el de Orfeo En Los Infiernos de Offenbach como paráfrasis de “La Marsellesa”), polkas y valses que se suceden en procesión delirante, engarzados en una labor de grotesca orfebrería musical. Si el pastiche francés simboliza la naturaleza degenerada de la burguesía, por otro lado Shostakovich confía a la orquesta una música más noble para expresar la causa revolucionaria. Este contubernio de contrastes, alusiones, despojos y conflagraciones es la sustancia de una de las partituras más imaginativas y poderosas que Shostakovich brindó al Séptimo Arte, aunque también una de sus más episódicas y desmedidas (algo achacable al fervor juvenil y la inexperiencia, así como a los cortes y remontajes que debieron ejecutar Trauberg y Kozintsev para complacer a los censores).
Cabe señalar, por otro lado, que un oído bien entrenado no tendrá problemas para detectar en La Nueva Babilonia ciertos pasajes que preludian la ulterior ópera Lady Macbeth del Distrito de Mtsensk, así como algunos elementos de la Cuarta Sinfonía. Este tipo de reciclaje, que desde antiguo ha sido adoptada por la mayoría de compositores que han escrito indistintamente para el cine y la sala de concierto (verbigracia: Korngold, Rózsa, Corigliano, Dun) será, a partir de entonces, una constante en la carrera del autor.
El segundo proyecto cinematográfico de Shostakovich será Sola (Odna, 1929 / Op. 26), primera película sonora de Trauberg y Kozintsev, rodada un año después de La Nueva Babilonia. Partitura más fragmentaria que la de aquélla, la música de Sola comparte con La Nueva Babilonia, no obstante, una estética inconformista y estilizada servida en caleidoscópica orquestación (el teremín se cuenta entre sus filas). Sola supuso también la primera ocasión que Shostakovich tendría para escribir una canción original, que vino a llamarse “Qué Buena Será La Vida”; título irónico donde los haya si pensamos en el yugo terrible que debería soportar la Unión Soviética con el ascenso al poder de Stalin y la formulación del credo del Realismo Socialista, que reducía el arte a mero instrumento de la propaganda totalitarista y al que se le despojaba de todo aquello que, hasta entonces, había definido su naturaleza.
Sola narra el periplo de una maestra urbanita que, en la víspera de su boda, debe viajar hasta la remota Altai para ocuparse de la educación de los niños de la aldea. Los hostiles lugareños, que recelan de la profesora y de lo que pueda inculcarles a los niños, la abandonan a su suerte, permitiendo que sucumba al frío y a la desesperación. En una primera versión del guión la maestra acababa siendo presa de una terrible desesperación y cometiendo suicidio; pero Kozintsev y Trauberg, poderes fácticos mediante, hubieron de alterar el final para congraciarse con el régimen. En la versión definitiva los parroquianos acaban comprendiendo el valor de la educación que la maestra pretende dispensar a los niños y la maestra, por su parte, acaba apreciando el carácter social de su trabajo y la naturaleza de la vida sencilla. Al éxito de la película contribuyó, en no poca medida, la popular canción de Shostakovich.
Al margen del incuestionable valor musical de la obra, de una tímbrica aristada e invernal, repleta de extremos sonoros, el proceso compositivo se benefició de lo que el compositor había aprendido de su debut como compositor de cine: evitar los pasajes largos, concibiendo en su lugar pequeñas entradas de música (lo que simplificaba enormemente la tarea de montaje) y una mayor concisión en la arquitectura sinfónica, lo que aportaba al pentagrama (y al proceso) ductilidad y transparencia.
La amenaza que se cernía sobre el cine de Trauberg y Kozintsev (corría el riesgo de ser tildado de formalista o contrarrevolucionario) se había vuelto más corpórea con Sola; aunque la idea inicial suscribía un principio de sátira, la película acabó siendo un manifiesto comunista en imágenes que hacía apología de aquello que los directores habían considerado susceptible de sarcasmo. El clima político estaba cambiando y pronto este tipo de transgresiones acabarían siendo inaceptables.
La partitura de Montañas De Oro (Slatye Gory, 1931 / Op. 30) habría de ser la segunda partitura de Shostakovich en ser sincronizada con la imagen. Ambientada en 1914, la película se inspiraba en la huelga de la acería de Putilov, acontecida en San Petersburgo unos cuantos días antes del infame Domingo Sangriento de 1905 y que constituiría el programa de la Undécima Sinfonía del compositor. La huelga de Putilov había inspirado otras semejantes a lo largo y ancho del país y sería contemplada como un hito en la historia de las revoluciones. La película, dedicada a los huelguistas que protagonizaron los hechos reales, se limitaba a alterar el nombre de la acería (Krutilov en lugar de Putilov) y unos pocos detalles en relación con los incidentes. Piotr, que es un campesino sin recursos, se desplaza a Petrogrado para ganar dinero y adquirir con él un caballo para su granja. Los jefes de la fábrica consideran que, pueden aprovechar la ingenuidad de Piotr a su favor, comprándole con sobornos y favores para que disuada a sus compañeros de ir a la huelga. Al final, no obstante, el bueno de Piotr acaba por comprender los motivos de sus camaradas y decide unirse a ellos en sus reivindicaciones.
El estilo sinfónico de Shostakovich, tonal y directo (a diferencia de los descubrimientos atonales de la Segunda Escuela vienesa) se refinaba en cada película. En Montañas De Oro el compositor tuvo la ocasión de escribir algunas entradas largas, concienzudamente diseñadas para ser encajadas en el cuerpo visual y al tiempo planificadas según el dictado de la necesidad musical. La fanfarria que abre la partitura fue concebida para representar el eventual fracaso del mezquino plan de los capataces, retratando su angostura armónica unos personajes que tienen más de trampantojo que de individuo. La tentación que ronda a Piotr (el soborno de los capataces) es descrita con un hermosísimo vals para orquesta y (en una sorprendente elección de color) ukelele. En el vals de Piotr hallamos la deliciosa materia de las suites de jazz, así como un rescoldo tragicómico que invoca el temperamento mahleriano a la hora de poner notas al delirio. A pesar del logrado comentario musical sobre la corrupción que el vals sugiere, esta música, así como la canción “Si Yo Tuviera Montañas De Oro” se volvieron tremendamente populares. Por otro lado, sería la primera vez que Shostakovich decidiese arreglar una suite de una partitura cinematográfica suya (lo cual hizo nada más concluirla) si bien, curiosamente, decidió no incluir la canción como parte de la suite, que sería estrenada por la Orquesta del Bolshoi en el otoño de 1931. El estreno de Montañas De Oro se malogró por culpa de la obsoleta tecnología de sonido soviética y un errático flujo eléctrico, que ralentizaba ocasionalmente la imagen y el sonido. Una versión remontada de la película (se eliminaría en el futuro más de un tercio del metraje) se estrenaría en 1936, lo cual supuso que varias entradas de música acabaran sus días en la mesa de montaje. Una de las entradas que se perdió con los nuevos cortes fue la fuga para órgano y orquesta que acompañaba el comienzo de la escena de la huelga y que sería eliminada al considerarse un mero aditamento formalista.
Con todo, parece que a Stalin le gustaron tanto Montañas De Oro y Sola que acabó ordenando fondos adicionales para mejorar técnicamente la posproducción cinematográfica.
En 1932 ya se había establecido con pulso de hierro el carácter político del cine soviético. El Contraproyecto (Vstrechny, 1932 / Op. 33), de Sergei Yutkevich y Friedrikh Ermler (nótese que Ermler sirvió como agente de la Cheka, predecesora del KGB) no deja dudas al respecto. La película describe cómo las fuerzas del orden se encargan de doblegar a unos operarios insurgentes de una fábrica de Leningrado en su intento de paralizar la producción. Al parecer el encargo resultó tortuoso al compositor, que aún así facturaría una de sus melodías más populares, “La Canción del Contraproyecto”, y que acabaría reutilizando en otras composiciones posteriores. “La Canción Del Contraproyecto” se institucionalizaría de tal manera que aún hoy muchos rusos siguen sorprendiéndose al enterarse de quién la compuso. Su popularidad no conoció fronteras: diez años más tarde el estadounidense Harold Rome versionaría el tema bajo el título “The United Nations” y también se convertiría en el tema principal del musical patriótico Thousands Cheer (1943).
Si El Contraproyecto había supuesto la primera toma de contacto de Shostakovich con las espesas tinieblas del régimen, el filme musical de animación El Cuento Del Pope Y De Su Criado Balda (Skaska O Pope I Rabotnike Ego Baldie, 1934 / Op. 34), basado en un cuento infantil de Pushkin dirigido por Mikhail Tsekhanovsky, le permitiría, por el contrario, escribir una música ubérrima inspirada en la tradición del folclore ruso, una obra cuya estética dependía exclusivamente de su propia voluntad creadora y que nunca sería susceptible de una inspección severa. La historia de Pushkin en que se basa la película, un clásico de la literatura infantil rusa, narra la historia de un joven llamado Balda que, por el precio de tres capones en la frente, es contratado por un mezquino sacerdote que le asigna toda suerte de tareas imposibles a fin de que Balda, no habiendo satisfecho el contrato, no pueda reclamar los tres capones. Sabiendo que el hecho de aceptar este trabajo acarrearía, en el mejor de los casos, la indiferencia de la crítica, Shostakovich se defendería de antemano con un argumento impecable: “Puede que después del estreno de El Cuento Del Pope tenga que escuchar reproches de ciertos críticos musicales acusándome de superficial y de excéntrico, diciendo que mi música carece de las genuinas emoción humana que, después de tanto tiempo, acabaron por mostrarse en Lady Macbeth. ¿Pero qué debemos considerar emociones humanas? ¿Sólo son válidos el lirismo, el desconsuelo y la tragedia? ¿Por qué la risa no tiene derecho a ser considerada de la misma manera?”.
No cabe duda de que la música de El Cuento Del Pope se deslinda de la gravedad sinfónica que caracteriza el grueso del repertorio cinematográfico (y no cinematográfico) de Shostakovich, y no es para menos. La historia de Balda inspiró al compositor una de sus partituras más exuberantes y perfumadas; a través de sus notas parece detectarse el influjo de un Glazunov que quisiera glosar los mundos de Mussorgsky y Rimsky-Korsakov en una sola pincelada, limpia y eléctrica. La partitura, recientemente rescatada de la inopia por Vadim Bibergan, alumno de Shostakovich al que la viuda del compositor eligió para la empresa, fue concebida para orquesta, coro y solistas, en un profuso retablo tímbrico donde los personajes, como si de un drama escénico se tratase, son encarnados por cantantes (el abanico de tesituras abarca un variado registro: soprano, mezzo-soprano, tenor y bajo). Ésta sería la primera de las dos películas animadas que contarían con música de Shostakovich. La segunda, El Cuento Del Ratoncillo Estúpido (Glupy Myshonnok, 1939 / Op. 56), tardaría aún cinco años en llegar.
6-diciembre-2006
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