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Soncinemad: Conciertos Gregson-Williams y Jones Por David Rodríguez Cerdán |
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CONCIERTO SINFÓNICO:
MÚSICA CINEMATOGRÁFICA DE HARRY GREGSON-WILLIAMS
ORQUESTA SINFÓNICA DE CHAMARTÍN
CORO TALÍA
SILVIA SANZ TORRE, directora titular
HARRY GREGSON-WILLIAMS, director invitado
LISBETH SCOTT, voz
MARTIN TILLMAN, violonchelo eléctrico
HUGH MARSH, violín eléctrico
CHRIS BLETH, ney, duduk, flauta bansuri, flautín irlandés
El primer SONCINEMAD debía clausurarse como se clausuran los grandes acontecimientos: por todo lo alto y con fuegos artificiales. La ocasión era inmejorable para descorchar algo de champaña y brindar a la salud de la música de cine, en la buena compañía de aquellos incondicionales que, llegados de todas partes del globo, engrosarían las inolvidables jornadas. Se había emplazado a los asistentes en el castizo Monumental, sede de las sesiones sinfónicas del viernes 31 de junio y del sábado 1 de julio; sesiones que serían epítome de la fascinación que despierta la inefable connivencia de la música y la imagen.
Si el cartel del viernes (obras de Harry Gregson-Williams interpretadas por la Sinfónica de Chamartín y dirigidas al alimón por el propio compositor y la titular de aquélla, Silvia Sanz Torre) resultaba, en principio, menos apetecible que el del sábado (Trevor Jones y la Orquesta y Coro de Radio Televisión Española), los resultados no fueron, a fortiori, tan desproporcionados como cabía imaginar. Cierto es que Gregson-Williams no dispone (aún) de las atractivas credenciales de su colega surafricano, pero aquél supo hacer de la necesidad una virtud: programó su música siguiendo el dechado de la variedad y, dentro de la órbita orquestal, del eclecticismo; Jones, por su parte, prefirió festonear su primer concierto con su música más digerible y populista, ninguneando un tanto el indudable atractivo de su repertorio transversal (verbigracia: El Tren Del Infierno [Runaway Train, 1985]; Arde Mississippi [Mississipi Burning, 1987] o la gran olvidada El Corazón Del Ángel [Angel Heart, 1989], que habría dado para un buen concierto de free jazz y electrónica). No cabe duda de que los músicos cinematográficos que han alcanzado el éxito comercial no están acostumbrados a decepcionar. Trevor Jones es uno de ellos. A fin de cuentas, su público no acude en masa para lidiar con retruécanos y arideces, sino precisamente para disfrutar de lo opuesto: postromanticismo de celuloide, ese que inflama las almas cándidas y que no entiende de medias tintas. Una opción nada desdeñable, sin lugar a dudas, habida cuenta del carácter inaugural del Festival madrileño, al que se le pedía de antemano toda suerte de fuegos y artificios. Es lo que tiene el inicio de cualquier andadura cultural. No obstante, lo primordial era rubricar una celebración, y ambas citas cumplieron con creces lo que se esperaba de ellas.
Ambas sesiones fueron un auténtico éxito de público. La calle Atocha, destripada por las zanjas y cosida de vallas amarillas, se vio invadida, viernes y sábado, por una auténtica algarabía de aficionados (los había de todas las fronteras, curtiéndose bajo un sol de justicia) y de curiosos, que debían preguntarse a qué tanto alboroto bajo los zaguanes del viejo Monumental. A la entrada hubo encuentros y abrazos; Christopher Young, Hans Zimmer (acompañado de su hija Zöe), Nick Glennie-Smith, Dario Marianelli, Geoffrey Alexander, Bob Badami, así como otros invitados y familiares, acudieron entusiastas a las citas sinfónica.
A pesar del miedo, la de Chamartín salió del paso tal y como su directora titular había pronosticado unos días antes en los ensayos (aunque no sin tropiezos). Una orquesta joven, a la que aún le faltan unos cuantos hervores para poder arriesgar repertorios menos agradecidos (éste es el objetivo a satisfacer), se hizo cargo de un programa no demasiado espinoso, surtido de las bondades armónicas del cine mainstream, pero recorrido también por unos vigores que ya en los ensayos habían puesto en jaque a los jóvenes músicos.
Sanz Torre se había arrogado la conducción de la mayor parte del concierto; el resto del programa correría a cargo del propio compositor, un hombre de estudio acostumbrado a las vicisitudes y a la logística de las superproducciones, pero poco experimentado en auditorios. Se habían desestimado las suites de Hormigaz (Antz, 1998) y la de Simbad (Sinbad: The Legend Of The Seven Seas, 2003) que, a pesar de los ensayos y los remiendos editoriales, resultaban imposible de domeñar por la orquesta de Sanz Torre.
La primera suite, perfecta para templar el espíritu sinfónico de la noche, fue Evasión En La Granja (Chicken Run, 1999), segunda de las varias incursiones del compositor en el cine animado de bandera. La partitura, sustentada en la tradición sinfónica del subgénero bélico de evasiones carcelarias (sus referentes son el Bernstein de La Gran Evasión y el Conti de Evasión o Victoria) aunque hallándose a medio palmo de su parodia, resulta atractiva por su hiperbólica síntesis de esteroides electrónicos, efectos instrumentales onomatopéyicos y un discurso tradicionalista para gran orquesta.
Para la ocasión, Gregson-Williams afinó las páginas y les lavó un poco el ruido; la idea era hacerlas practicables para la sala de conciertos (otra opción habría resultado impensable). Se eliminó todo adorno electrónico, pero el compositor actuó sabiamente al dejar intactos los fragmentos para kazoos y silbidos, que le prestan a la partitura un especial colorido. La suite, muy representativa de la obra, se había preparado a partir de la marcha central que representa la misión pollina, leitmotiv central de la obra. Gregson-Williams nutrió la página de la “Obertura” y de los “Títulos Principales” fílmicos, que aglutinan la carne musical de la película.
Las trompetas entraron sin convicción en la primera exposición de la marcha, frisando el desafinamiento, y hubo quien se retorció en su asiento temiendo lo peor; se echó en falta una buena dosis de convicción por parte de todas las secciones, a las que sólo salvaban los tutti del desmedro. Las maderas estuvieron finas al recapitular la marcha tras el temible arranque, y puede decirse que fue la sección que salió más airosa del Monumental al finalizar el concierto. El Coro Talía, kazoos y silbidos incluidos, estuvo a la altura de las circunstancias.
Después de la tormenta, se sirvió una elegía de Spy Game (2001) para orquesta, coro, violín eléctrico y voz. Si no fue lo mejor de la velada, poco le faltó. La pulcritud de la pieza permitió que la de Chamartín ejecutase sin tacha; se trataba de una composición sin aristas, de dinámicas estables, y el conjunto de Sanz Torre la bordó sin mayores problemas. No obstante, el violín eléctrico de Hugh Marsh, con esas cadencias desintegradas, y la textura espectral del canto de Lisbeth Scott (con todo tuvo problemas con el fiato), merecieron los laureles.
No tan redonda resultó la interpretación de la suite de La Película de Tigger, cuya obertura presentó un reto insalvable para la cuerda (los violines entraron en otra tonalidad y muy legato, sin decisión alguna), aunque los solistas, por separado (muy bien la trompa) se las apañaron sin problemas. Mejor resultó la interpretación del gershwiniano scherzo, con una inspirada sección de metal.
A continuación Sanz Torre y sus músicos se las vieron con la primera de las dos suites monumentales de la jornada: la de El Reino De Los Cielos (Kingdom Of Heaven, 2005), organizada en ocho episodios con partes a solo (violín y chelo eléctricos, duduk y voz) y con una sensible participación del coro.
El “Ave Regina Coelorum”, una falsa antífona, de polifonía simple y con una textura violagambista, fue interpretada ajustadamente por las fuerzas requeridas. El violín y la sección de violonchelos aseguraron la calidez medievalista de la pieza con un delicado y efectivo piano. A continuación, “Swordplay (Angelus Emmittium)” introdujo el delicado tema de Ibelin, con esa cualidad litúrgica bien subrayada por los metalófonos y el coro. El tema sarraceno brilló en “Caravan Raid (Tremens Factus Sum Ego)” a cargo del oboe y del Talía; no pudo decirse lo mismo del tema coral “Coronation (Requiem Aeternam)”, con unas sopranos poco precisas y una Lisbeth Scott que no acababa de soslayar esos problemas de emisión. El número más memorable de toda la velada, en el que saltaron chispas musicales, fue la ejecución del sexto movimiento (“Saladin”) a cargo de las piezas eléctricas de Martin Tillman (al chelo) y Hugh Marsh (al violín), que protagonizaron un dúo auténticamente sobrecogedor. Sobre los armónicos electroacústicos Chris Bleth compondría con su duduk unas meditaciones prodigiosas que dejaron al respetable clavado en el asiento. Mejor en esta ocasión la estupenda Scott, que en medio de estos ascetismos encontró por fin la calidad expresiva que, hasta el momento, se le había echado en falta. Bien “The Battle Of Kerak”, con un compás enlentecido para hacerla asimilable a la orquesta y muy evocador el dúo de pífano y duduk que preludió el final del séptimo movimiento (“Rise Of A Knight”). El innecesario “Chorale (Manus Eric Vestra)” conclusivo, una breve pieza polifónica para coro, cerró la presentación.
Siguió una fruslería melódica, muy al estilo del último Goldsmith (un sencillo motivo intercambiado gradualmente por las secciones orquestales): el tema central de The Magic Of Marciano. La ejecución al piano corrió a cargo del propio compositor, que no quiso perderse la oportunidad de medir fuerzas como instrumentista antes de que le fuera cedido el podio para la segunda parte del programa.
Gregson-Williams aplaudió los esfuerzos de la directora titular y el público se sumó al reconocimiento antes de que el londinense tomara el podio para conducir la suite de Shrek y Shrek 2, que ya había dado problemas en los ensayos. Bajo la batuta del propio autor (visiblemente tenso al debutar sobre el podio con sus propias resmas) la de Chamartín sorteó, no sin cierta dificultad (mal el compás en el segundo movimiento [“All Is Revealed”]) los vericuetos de la obra, que forzaron una lectura correcta, pero poco expresiva. El popular tema central de ambos Shrek, una balada trovadoresca que representa el tono legendario de la historia, fue bien traducido por los jóvenes solistas (mención especial para el primer oboe) y los invitados foráneos (Tillman, Marsh). Lisbeth Scott hizo gala de una sensibilidad escénica maravillosa, evocando la tersa musicalidad de su recital de miércoles. El compositor arriesgó demasiado con el happening de las baquetas, que se saldó con un (previsible) aplauso piadoso (uno de los percusionistas tenía que arrojarlas al suelo, cortando abruptamente la pieza). Pero la correcta ejecución del primer movimiento (“Far, Far Away/Fairytale/Not Meant To Be”) no tuvo continuidad: si en “All Is Revealed” hubo cierta anarquía rítmica, el vals del último movimiento, con esa distorsión raveliana, no fue satisfecho con la elocuencia necesaria. Faltó aplomo.
La piedra de toque del concierto, la suite de Las Crónicas De Narnia (The Chronicles Of Narnia: The Lion, The Witch And The Wardrobe, 2005) se saldó con un éxito relativo. Algunas de sus páginas exigieron a la orquesta más de lo que podía dar (teniendo en cuenta la de los ensayos), pero en general puede decirse que las imprecisiones fueron eclipsadas por los buenos momentos (en especial, los soli de Bleth, que desplegó su prodigiosa técnica respiratoria con un variado elenco de maderas: flautín irlandés, flauta bansuri, ney y duduk). Junto a Bleth, el primer clarinetista, que ya había dado muestras de buen hacer en sus intervenciones previas, fue lo mejor del primer meridiano (el clarinete viene a representar a los niños antes de internarse en Narnia). El compositor supo administrar el material de su obra con buen tino a la hora de construir el material para la suite (la idea era presentar en mosaico los diferentes temas que estructuran la obra íntegra), contraponiendo timbres y parlamentos para ampliar el mimbre sinfónico.
Un acierto, desde el punto de vista formal, fue que en el “Main Title” se sustituyera la electrónica pesada de la versión original por un acompañamiento rítmico acústico más ligero, que permitiría a la Scott lucirse en un registro alto, aunque el Talía, poco sutil, acabase usurpando su rango vocal con un chirriante mezzoforte.
El hermoso tema de Narnia fue enunciado en el segundo movimiento (“The Wardrobe”) en el ney, con esa fascinante sonoridad grávida y nasal que caracteriza a las maderas del Oriente Medio. El episodio celta, una breve jiga, preludió un delicado solo de flauta (muy bien la solista) y el tema de la aventura, que los metales no supieron traducir convincentemente.
Dos breves (pero deliciosos) episodios antecedieron al que sería el número más aristado del concierto (“The Battle”): en primer lugar, Hugh Marsh se ocuparía de la nana de “Lucy Meets Mr. Tumnus”, de nuevo con brillante sentido musical, arropado por las suaves cadencias del metalófono. Después, “A Narnian Lullaby”, un poderoso crescendo bélico con las maderas ejecutando col legno en ritmo cuaternario (un a call to arms, como dicen los anglosajones). Formidable nuevamente Chris Bleth, a la flauta bansuri.
“The Battle” revelaría el talón de Aquiles de la percusión y las trompetas, que no armonizaron con el pulso castrense de la pieza luego de la exposición en modo menor del tema de los héroes. Peor estuvieron los trombones en el agitato, aunque el cuarteto de trompas, no obstante, salvó a su sección del demérito con unos ataques esforzados en la procesión y en el clímax, que era donde se jugaba la intensidad de la pieza. Se trató de un episodio luengo, un verdadero tour de force para todos los efectivos, y a pesar de las puntuales inconsistencias, la de Chamartín, ya plenamente engrasada, apechó con la tarea resuelta y envalentonada.
Un error de lesa majestad fue querer finiquitar el concierto con la melindrosa y poco preparada Bridget Jones: Sobreviviré (Bridget Jones 2: The Edge Of Reason, 2004). Una traducción escandalosamente forzada, llena de ataques errados en la cuerda, que obligó al director (no quedaba otra) a acometer una segunda intentona (ésta mejor que la primera).
Los bises sirvieron, más que para paladear el regusto de los buenos momentos, para deshacer un poco las tropelías cometidas. Con esta intención fueron revisitados el vals de Shrek 2, el tema de Bridget Jones: Sobreviviré y la suite de Evasión En La Granja. A pesar de las buenas intenciones, la orquesta no hizo propósito de enmienda (puede que superados por la fatiga) y volvió a tropezar con la misma piedra.
Gregson-Williams y Sanz Torre se llevaron, pese a todo, una ovación general y no hubo quien les retirase el aplauso por la musicalidad errática que se había desplegado bajo el teatro madrileño. El público habría perdonado más graves negligencias, porque de lo que se trataba era de celebrar, y celebración es lo que hubo. Los mejores momentos del concierto, que corrieron a cargo de los artistas invitados (su instrumental jugaba con ventaja frente a la Sinfónica de Chamartín), resultaron inolvidables, tapando las más veces los amateurismos ocasionales (compositivos e interpretativos) y grabando a fuego las saludables propensiones democráticas y aglutinadoras de la música de cine contemporánea.
CONCIERTO SINFÓNICO:
MÚSICA CINEMATOGRÁFICA DE TREVOR JONES
ORQUESTA SINFÓNICA Y CORO DE RADIO TELEVISIÓN ESPAÑOLA
TREVOR JONES, director
No cabe duda que se esperaba con ansias el concierto del sábado. El del día anterior, más que aplacar las fiebres musicales, las había agravado. Impacientes estaban los aficionados por escuchar la selección de El Último Mohicano (The Last Of The Mohicans, 1992) fuera de su medio habitual, el compacto, y ejecutada por una formación tan espléndida como la Orquesta de Radio Televisión Española. Pero había otras expectativas que satisfacer (no sólo de mohicanos vive el aficionado): la formidable musicalidad de Cristal Oscuro (The Dark Crystal, 1982), suscrita por la Sinfónica de Londres en la era Abbado; las transformaciones orquestales de Last Place On Earth (1985) a partir del concepto electroacústico original o la presentación de Un Mundo A Su Medida (The Mighty, 1998), que debía tomar en consideración el heteróclito aparato instrumental de la versión grabada.
El material, desde luego, era apabullante. No tanto por sus dimensiones musicales (un tanto limitadas, quién lo duda) sino por su neta espectacularidad. Las piezas (sinfónicas) de Trevor Jones transmiten meridianamente el carácter tradicionalista de todo un epígono de la música de cine: largas melodías de tonalidades mayores, de líneas claras y brillantes, suscritas a la forma A-B-A y armonizadas según una polifonía rudimentaria, pero expresiva (el bajo lleva el ritmo y las contramelodías y la voz principal [frecuentemente orquestada para violines] recita despejadamente la línea hirsuta, de escaso rango interválico).
Abusar de un discurso cualquiera (más en este caso, donde las cartas quedan descubiertas en la primera mano) puede ser contraproducente. En opinión de quien esto suscribe, este abuso constituyó el (casi) único reproche que mereció la velada. La estrategia de Jones, en su debut sinfónico, consistía, básicamente, en desentenderse de cualquier tipo de riesgo. Así las cosas, el material fue programado para robar el aplauso del respetable y no tanto para rubricar los talentos e intereses creativos de este veteranísimo compositor. Nunca llueve a gusto de todos, es cierto, pero cierto es también que la música de Jones no es sólo panegírico de épica y sentimentalismo.
Los “Créditos Finales” de Máximo Riesgo (Cliffhanger, 1993) sentaron las bases del concierto con la firma áurea de los profesores de Adrian Leaper. Maravilloso el solo de trompeta de Enrique Rioja, a la altura del fraseo lustroso de Maurice Murphy en la grabación londinense.
Jones prefirió hacer honor a su fama de compositor especializado en cine histórico-épico programando una suite del Merlin (1998) de la catódica Hallmark en lugar de rescatar el escaso material original del Excalibur (1981) de Boorman. El compositor evitó (lamentablemente) los fárragos y las extravagancias electroacústicas de la partitura original optando por una sencilla lectura de los principales motivos de la composición. Los temas de Merlín y Morgana fueron desgranados plácidamente, primero en exposición idiomática y luego en una serie de discretas variaciones. Al igual que en la grabación original Jones contó con un sintetizador para almohadillar la textura sinfónica con un aire de fábula.
A continuación, el surafricano transitó de Avalon a la quimérica Toscana de Por Amor A Rosana (Roseanna´s Grave, 1997), destilando garbosamente los almíbares de su folclorista partitura (acordeón, mandolina, guitarra), que a más de uno sacaría los colores.
Un punto más sofisticada fue la breve suite de Aegis (2006), que aglutinaba el himno mayor con la elegía final de ribetes pentatónicos (muy funcional esa sonoridad en la celesta). Pan comido para los profesores del Monumental, que la tradujeron sin mácula y con perfecta elocuencia.
Otra cosa, a todos los niveles, fue la ejecución de la maravillosa suite de Last Place On Earth, encolada con fragmentos breves, pero muy musicales. Frente a las superficies rasas de la mayoría de las obras programadas, el material de esta producción televisiva sobre la epopeya glaciar de Scott y Amundsen dejó traslucir la temprana veta postimpresionista de Jones, afincada por igual en el debussysmo (magnífico, en todos los sentidos, el trabajo vocal) y en la escritura sinfónica, postwagneriana, de los años ochenta. Una auténtica gozada resultó el brevísimo scherzando dedicado al equipo noruego (“Norwegian Theme”), granjeado por el perfecto entendimiento de la percusión y las cantantes.
La ejecución de la pièce de resistance, la suite de El Último Mohicano vino a ser lo mejor y lo peor de la velada: en el apartado negativo, reveló las (graves) insuficiencias de un compositor no avezado en la dirección orquestal. Aunque Geoffrey Alexander, que es uno de los más sabios orquestadores y conductores de la cinematografía británica, se había encargado en los ensayos de preparar a la orquesta, llegada la hora Jones confundió los compases y la orquesta perdió pie en el episodio polirrítmico de “Fort Battle” (Juan Pedro Ropero, al tambor, intentó sin éxito poner un poco de orden en el desaguisado). Pero este tropiezo de Jones no avinagró el resto de la celebérrima página, cuya ejecución se convertiría inmediatamente en una de referencia para futuras lecturas. Del fiddling de “The Kiss”, con un fraseo perfecto, se ocuparía el concertino Miguel Borrego. Como era de suponer, hubo ovación general para el compositor y la orquesta.
Seguiría Un Mundo A Su Medida, de la que se había escogido la elegía “The Empty Book/Death Of A Knight” para sintetizar la musicalidad ascética y sobria de la película (de nuevo, Jones volvería a desestimar el material más ecléctico de la partitura). Bien el trabajo de la niña soprano Paula Alonso Martín, que emitió con buen gusto pero acaso con un punto de expresividad por debajo del deseable. Esta pieza, a pesar de sus bondades constructivas, ofreció a casi la entera plana de solistas la oportunidad de irse cediendo la poética musical en un perfecto equilibrio de volúmenes e intensidades.
En primicia se oyó en el Monumental la escueta suite de Fields Of Freedom (2006), una película IMAX inédita en disco y de la que pocos tenían noticia. No obstante, nada nuevo bajo el sol. Se interpretó un himno sencillo (“Confederates & Unionists Regroup/Destiny Of A Nation”), de estructura armónica similar al propio de Trece Días (Thirteen Days, 2000) y que, hacia el final de la pieza, incluía una alusión al muy célebre “Danny Boy”.
Pero lo mejor, con permiso de El Último Mohicano, se dejó para el final. Fue la larga suite de Cristal Oscuro, una partitura que no puede disimular su adscripción al sinfonismo tardío y dogmático de los años ochenta. Dejando de lado la penosa tarea de dictaminar si la partitura de esta película debe figurar como lo mejor de su autor, lo cierto es que mediaba un abismo (cualitativo) entre esta obra y el resto del material programado. La arquitectura de Cristal Oscuro resulta de sobra conocida para cualquier melómano hecho y derecho (responde al prototipo postwagneriano heredado por la escuela francesa de Franck) y no supone, salvo por los ambientes electrónicos y el primitivismo pastoral dedicado a los pods y a los gelflings, novedad alguna en el panorama. Con todo, Cristal Oscuro se beneficia de un estilismo orquestal muy atractivo que, una centuria más tarde, sigue siendo intemporal. Tratándose de una obra de tal ascendencia, es comprensible que supusiera para coro y orquesta un plato más que digno y apetecible. No obstante, nada que envidiar a la lectura de Marcus Dodds y la Sinfónica de Londres: perfecta la madera en todas las figuraciones (brillantísimos los fraseos de “The Skeksis Duel”, impecable el oboe en “The Gelfling Ruins”); del todo logradas las delicuescentes atmósferas corales (hermosísima la entonación de la soprano en la obertura); fluentísima la tímbrica del conjunto. Memorables fueron también las interpretaciones del tema de amor, con ese ropaje tan bruckneriano y el forte conclusivo, para quitar el aliento.
Jones, que no había parado de masticar chicle durante todo el concierto (los nervios pudieron más que la corrección) recibió una clamorosa ovación general. Hubo rosas para todas las féminas (el mismo Jones hizo entrega de ellas) y la orquesta se llevó un aplauso interminable (instigado por el propio compositor), que duró algo más de cinco minutos.
Para los bises Jones se inclinó por la camerística Dominick & Eugene (1988), de vocación concertante y la pieza Axel Heiberg, perteneciente a Last Place On Earth pero arreglada según los cánones del rock orquestal de Andrew Price Jackman y Jeff Jarratt: una trepidante fantasía sinfónica que mantuvo al cuarteto de percusionistas bien ajetreado durante los cuatro minutos que duró la ejecución. Fue una excitante (e inesperada) coda a un concierto que el público gozó, sin excepción, con los ojos húmedos y el corazón revolucionado.
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