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Soncinemad: Concierto Lisbeth Scott Por David Rodríguez Cerdán |
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28/06/2006 - Un Aperitivo de Altura
A dos días del pistoletazo de salida de la primera edición de SONCINEMAD, una pequeña avanzadilla de la troupe del compositor y director Harry Gregson-Williams (que debutaría en el podio el viernes 31) llegó a la capital española para dejar todo bien atado y, de paso, ejercer el padrinazgo del primer recital español de la que sería fémina indiscutible de SONCINEMAD: la cantante bostoniana Lisbeth Scott, cuyo recital en el Auditorio Padre Soler sería cita ineludible para congresistas y melómanos sin complejos.
Aunque por estos lares su nombre no goce de mucho predicamento, al otro lado del charco la señorita Scott es una auténtica diva del estudio de grabación y dama rutilante del crossover popular, muy en la órbita de Kate Bush, Sarah McLachlan o Joni Mitchell (no olvidemos que se ha fogueado en sellos como Windham Hill). Para los aficionados a la música de cine, su rúbrica en una grabación es sinónimo de prestigio: la firma vocal par excellence que viene a distinguir con oro cualquier partitura (baste recordar la larga serie de superproducciones que se amontonan en su currículum)
El recital leganense constituía la primera muesca de su tournée europea, destinada a presentar su último álbum: Rough And Steep (a continuación se la esperaba en Londres y Úbeda). Pero era algo más que eso: una obertura fina, un punto ecléctica, al que sería el Primer Festival Internacional de Música de Cine de Madrid.
El programa, que estaba repleto de primicias, conjugaba temas de cosecha propia y adaptaciones de material folclórico realizadas por la cantante (la gran mayoría recogidos en el recién cocido álbum). Aunque se había programado un orden y un concierto, la Scott supo desembarazarse del protocolo para hallarse un poco como entre amigos. Valiéndose de la ayuda de un intérprete que el Festival había puesto a su disposición, Scott prologó cada pieza con una anécdota o una confesión (la más emocionada, la que relató al llegar al canto melismático de Munich, a propósito de cómo el autor, John Williams, se había deshecho en lágrimas después de escucharla en un primer ensayo del tema).
La idea, un tanto aséptica, era presentar una selección de sus temas en solitario, por un lado, y su material cinematográfico, por otro. Afortunadamente, la cantante obedeció al instinto y no al dictado de la programación: el resultado fue una velada llena de complicidad, belleza y buenas vibraciones.
Bajo la techumbre del Padre Soler los noventa minutos volaron. Su discreta carrera en solitario y la (escasa) noticia que de ella se ha tenido en la vieja Europa (a excepción de esa fama de primadonna de estudio) no podían dar una idea del calado artístico de la cantautora: una belleza angulosa y esbelta que, reclinada sobre un piano y en medio de un proscenio negro e interminable, sabía iluminarlo todo. Scott atacaba un tema tras otro con la devoción del artista generoso que concibe su obra como una catarsis (de hecho, a su estética se le supone un carácter salutífero [baste citar su colaboración discográfica con la yogui Shiva Reacon en Yoga Sanctuary y sus convicciones musicoterápicas]) Ni siquiera superado el meridiano, la cantante cejaba al cansancio: más de una hora y media ininterrumpida de buena música, estilo unplugged, sin trampa ni cartón. Entre las muchas virtudes de Scott, destacó su impecable presencia escénica, que ni siquiera a la hora de tañer el armonio (con ocasión de la balada “Love Is All”, de rodillas sobre un alfombra) se vio malograda un ápice.
Scott desplegó un instrumento espectacular, tocado de un portentoso rango dinámico y un timbre especialísimo, puro Hollywood. Era la suya una voz capaz de articular toda clase de efectos y ataques: desde un medio aterciopelado lleno de vibrato, que era la marca de la casa, la dama escalaba a unos tenidos rápidos que semejaban precipicios sonoros; luego, con toda naturalidad, descendía a un bajo casi espectral, con un deje vidrioso. Esta tesitura híbrida, un poco a caballo entre el soul y el belcantismo, dejó pasmado al respetable, poco hecho (supongo) a esta musicalidad tan norteamericana.
Memorables fueron, de puro sentidas, las versiones del celebérrimo himno “Amazing Grace” (la cantante pronosticó que habría lágrimas, y las hubo) y de la tonada sureña “Motherless Child”. Abundaron los buenos momentos y algunos habrían sido dignos de los mejores teatros, como la ejecución de su amarga “Hope Is A Thing” o la reducción de la estupenda melodía “Where” (de Las Crónicas de Narnia), mucho más estremecedora sin el envoltorio orquestal. También brilló “Real Love”, un blues nocturno y eléctrico con algo de Tom Waits, compuesto al alimón con Gregson-Williams para la película Dominó (Tony Scott, 2006). Pero el momento estelar de la velada, sin lugar a dudas, fue la interpretación del lamento orientalista de Munich, un dédalo de melismas y vericuetos armónicos que lo exige todo de la expresión. Scott cedería el piano a Stephen Barton, un jovencísimo factótum de Remote Control, para consagrar todo su cuerpo a la delicadísima ejecución, que bordó con una entereza sobrecogedora y un fraseo inmaculado, atacando con precisión melismas y alturas.
En suma: un espectáculo brillante que vino a distinguir una velada melómana de la Carlos III con un brillo infrecuente, exquisito y contemporáneo; y una musa de excepción para SONCINEMAD que, a cuarenta y ocho horas del discurso oficial en el Palacio de Congresos y Exposiciones, ya había sellado, con su dulzura y gentileza, la gran aventura madrileña de la música de cine.
Fotografías: Tony Berchmans
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