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Los Oscar: Diario de un escándalo |
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La gran mayoría de aficionados a la música de cine asegura pasar olímpicamente de ellos: “¿Los Oscar? No dejan de ser la opinión personal de un colectivo que se rige por unos intereses”. Es lo que suele decirse cuando gana un Tan Dun o un Gustavo Santaolalla. Pero al año siguiente, cuando se hacen públicas las nominaciones, hasta el más crítico y escéptico con la Academia no puede resistir la tentación de echarles un vistazo, comentar la jugada con otros aficionados e, incluso, acabar participando (con ese otro grupo de amigos cinéfilos que no entienden de música de cine) en una quiniela que suele acertar quien menos idea tiene o quien se ha apuntado a última hora.
Los Oscar son así de caprichosos (y de seductores, claro que sí). Su incomparable posición dentro de la industria cinematográfica y su desmesurado poder mediático (después de la Superbowl son la retransmisión más vista en Estados Unidos) prácticamente obligan a no dejar indiferente a nadie, a ver todas las películas nominadas para estar a la última, a escuchar las partituras nominadas para poder decir bien alto, una vez más, que “las mejores bandas sonoras del año ni siquiera están nominadas”.
Es el eterno destino de los Oscar: hacer pasar por lo mejor del año aquello mejor del año que mejor promoción ha tenido en Estados Unidos. Si una película o una banda sonora no se promociona nadie la votará. Si la Warner no hubiese presentado la música de A Little Romance en la carrera hacia el Oscar, la partitura de Georges Delerue ni siquiera hubiese figurado entre las cinco candidatas de su año. No importa tanto lo bueno que seas como el hecho de erigirse en un eficaz relaciones públicas: el mismísimo Dimitri Tiomkin ganó varias veces no porque sus scores lo merecieran (que posiblemente también), sino porque sus estrambóticas campañas publicitarias (con avionetas haciendo sonar la música de The High and the Mighty por todas partes) incitaban al voto más que la mera escucha de sus partituras en las películas.
Circunstancias difíciles de explicar han llevado al argentino Gustavo Santaolalla a hacerse con las dos últimas estatuillas a la Mejor Banda Sonora (en años, por si fuera poco, de máxima rivalidad). Porque, como la historia ha demostrado a lo largo de décadas, en los Oscar raras veces gana quien más lo merece, sino quien más suerte tiene para estar en el momento adecuado y en la película adecuada. No es que las bandas sonoras de Santaolalla no tengan calidad (cinematográficamente son muy hábiles, de hecho). Pero quizá Brokeback Mountain ganó por la repentina fiebre hispana en los Oscar (y su conveniente reconocimiento tras un largo oscurantismo). Y quizá Babel triunfó por la necesidad de que la película, que no iba a ser premiada en ninguna otra de las seis categorías a las que optaba, se llevase alguna estatuilla, tal y como pasó con Jan A.P. Kaczmarek y su Finding Neverland hace tres ediciones y como podría suceder este año si la película que, a priori, iba a ser la gran favorita (el espléndido melodrama Atonement, del británico Joe Wright) no se llevase finalmente ningún galardón.
¿Podría pasar? Claro que sí. Si No Country for Old Men o There Will Be Blood (nominadas en ocho categorías, frente a Atonement, que contra todo pronóstico opta a menos, a siete) recibiesen los principales Oscar, seguramente los miembros de la Academia volverían a compensar el desaguisado reconociendo la banda sonora del filme. Pero resulta que la elaborada partitura de Dario Marianelli para Atonement es, por caprichos del destino, uno de los mejores scores escritos en 2007 en todo el mundo. ¿Sería ése el motivo por el que habría ganado? Quizá no. Quizá habría ganado por equilibrar la balanza, por repartir los pedazos de la tarta, por haberle hecho partícipe del negocio más grande de la industria del cine y verse en la obligación de que no se fuera con las manos vacías. La película de los Coen, sin ir más lejos, está recibiendo extraordinarias críticas allá por donde pasa, y la Academia, sumida en un inesperado antiacademicismo desde hace unos años, podría dejarse de melodramas románticos para acabar premiando un sólido thriller antisistema. En el caso de que Atonement arrasara en las categorías más importantes y la banda sonora también ganara, no tiene por qué haber dudas: seguramente Atonement habría ganado no por su exquisita calidad sino por el efecto arrastre que, de vez en cuando, se pasea por los Oscar, ese que embauca a una categoría considerada menor cuando una avalancha de galardones arrasa con todo lo que se pone en el camino (ya sea un Titanic de James Horner, un English Patient de Gabriel Yared o un Lord of the Rings: The Return of the King de Howard Shore).
Es ese efecto bola de nieve el que podría arrastrar también a la segunda de las partituras nominadas: Michael Clayton, de James Newton Howard. El magnífico thriller de Tony Gilroy opta a siete estatuillas incluyendo la de Mejor Película, y si este lobby hollywoodiense acabara imponiéndose en la ceremonia, el Sr. Howard podría salir muy beneficiado. ¿Lo merecería? Seguramente no más que el Sr. Santaolalla, y por una explicación muy sencilla: la banda sonora de Michael Clayton resulta cinematográficamente tan lograda como Brokeback Mountain o Babel, pero musicalmente no está a la altura de, ni siquiera, los 100 mejores scores de 2007. Qué duda cabe que la trayectoria de James Newton Howard bien merece un Oscar. Pero que lo tuviera que ganar por un saldo como Michael Clayton sería hasta injurioso. El día que existan dos categorías musicales en los Oscar (la de Mejor Banda Sonora y la de Mejor Aplicación de una Banda Sonora) se entenderá un premio para Michael Clayton, para Babel y para muchas partituras igual de sólidas en las películas y que no merecen mayor atención fuera de ellas. Pero, por el momento, si existe solamente una categoría, esa debería reconocer méritos no más cinematográficos que musicales, que es lo que se juzga. Y muchos académicos votan una banda sonora no por su implicación en las imágenes, sino por lo bien que suena en el disco promocional del estudio que ha llegado a su buzón (o por lo buen amigo que es el compositor, o por lo mucho que se merece un Oscar, o porque ya está bien de que siempre lo ganen los mismos).
Si es cierto que, tras una primera ronda en la que todos los académicos votan en todas las categorías, luego son los profesionales de cada rama quienes deciden al ganador, cuesta creer que la mayoría de los sabios compositores votantes puedan aparcar las cualidades musicales de las candidatas para reconocer (y reivindicar) aspectos referidos a su aplicación u otros menesteres en detrimento de partituras (en opinión del sentimiento popular) considerablemente superiores. ¿Que Brokeback Mountain es mejor banda sonora que Memorias de una geisha? ¿Que Babel es superior a The Good German? Podría ser. Pero si se está eligiendo una banda sonora como la mejor del año (y son los propios compositores quienes la votan) no se puede justificar la elección argumentando que cinematográficamente está bien aplicada. Votar eso es entender la categoría de Mejor Banda Sonora Original como lo que no es (el 80% de los scores que se escriben cada año funciona estupendamente bien en sus respectivas películas).
Ahora bien, si detrás de las votaciones se esconden otras estrategias, es mejor olvidarse de razonamientos justos y entender los Oscar únicamente como el vistoso escaparate que son. Ese que puede permitir a Alberto Iglesias promocionarse aún más si cabe (aunque una segunda nominación ya habla por sí sola) o contentar, por una vez, a los cientos de admiradores de ese enfant terrible llamado Michael Giacchino apostando por su Ratatouille, uno de los grandes logros de 2007 junto a la propia Atonement. Desde luego, ya es todo un premio que la Academia haya pensado en Giacchino (y, a la postre, en una película de animación) después de obviarle de las candidaturas con The Incredibles. Pero mayor acierto sería galardonar una partitura tan exquisitamente acabada, una singular delicatessen que cerraría algunas heridas abiertas y haría recuperar la fe a muchos cinéfilos decepcionados.
Igual que si ganase la banda sonora que parte con menos posibilidades: 3:10 to Yuma, de Marco Beltrami. Ver a un artesano como Beltrami en la final por el Oscar es un placer absolutamente inesperado, que pone sobre el tapete otra clase de fe para los más escépticos: la posibilidad de ver nominados a aquellos compositores que nunca lo han estado y que, por su dinámica habitual de proyectos y por la mala suerte que ronda sobre sus cabezas, difícilmente lleguen a degustar ese privilegiado plato algún día. Si Beltrami ha logrado colarse en las candidaturas sin revuelo alguno, ya pueden hacerlo Christopher Young, Mark McKenzie, Mychael Danna, Terence Blanchard , Carter Burwell o Joel McNeely. Se acabaron los ninguneos al estilo de Basil Poledouris o Bruce Broughton. Beltrami se ha convertido en el mesías de los Oscar, en el humilde carpintero que, con su barniz y su serrucho, remata cualquier obra sin complicaciones ni excesos, con la seguridad que transmite el trabajo modesto pero bien hecho. Beltrami no ganará, pero su nominación ya ha conquistado el corazoncito de muchos aficionados a las bandas sonoras y, en particular, al género fantástico.
Muy posiblemente Alberto Iglesias tampoco ganará (la lógica apunta a que la estatuilla acabará en manos de Marianelli o de Giacchino, aunque la lógica no sea, precisamente, lo que caracteriza a los Oscar en el apartado musical), pero la nueva presencia del músico español en la competición por el Oscar reconforta y mucho. Qué lejos quedan los años de Tierra y Los amantes del círculo polar. Si entonces alguien hubiese sugerido que Alberto Iglesias llegaría a estar nominado al Oscar algún día, nadie le hubiese creído. Ahora, vuelto a nominar por la notable (y muy bien promocionada, todo hay que decirlo) The Kite Runner, su hazaña parece lo más cotidiano del mundo. De hecho, ni siquiera parece una hazaña: su nominación estaba casi asegurada después de optar al Globo de Oro. Sólo falta que la fiebre hispana que sigue merodeando por Hollywood acaricie la mano de Iglesias y le haga partícipe de este sorprendente boom, que cualquier día (y si llega la película adecuada), puede tener en Roque Baños al próximo español triunfando al otro lado del océano.
A Iglesias hay que desearle suerte porque la categoría en la que compite, efectivamente, es una de las más impredecibles de los Oscar (junto con la que podría arrebatarle a Javier Bardem una estatuilla que parece destinada a él, la de Mejor Actor de Reparto) y todo puede suceder. Pero al músico español, por encima de todo, hay que presionarle para que exprima al máximo este privilegiado e insólito momento profesional que atraviesa. Porque los Oscar no reconocen lo mejor: sólo demuestran que hay que estar (como Iglesias) en el momento adecuado y en la película adecuada.
26-enero-2008
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